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Ausencia

“Pero no padezco de mi locura, disfruto cada minuto de ella”

Sherrilyn Kenyon

Finalmente cerró los ojos y murió. Tomé sus manos con la tristeza que dan 36 años de vida compartida. Lloré, desahogando tanta compañía y soledad, haciendo balance del camino recorrido, con el que no llegamos a ninguna parte. Con cada lágrima hice tránsito por la vía de los hijos, del hogar, de la familia, los afectos. Agradecí los buenos momentos y las alianzas propias del matrimonio. Reviví la complicidad, los planes olvidados, las omisiones y las metas alcanzadas. Lloré el pacto, nuestra cotidianidad, ese contrato invisible que firmábamos cada mañana, para que no nos ahogara la sinrazón de la persistencia en el tiempo. Quedé conforme con cada abrazo, mueca o reproche que salió del saldo. Lo consideré a favor. Tranzamos un acuerdo para no dividir la vida y aprendimos a valorar la felicidad mansamente trabajada y sin sobresaltos. No teníamos deudas el uno con el otro. Serenamente convivimos y así lo despedía.

Mis hijos estaban descompuestos, totalmente superados por la perdida. Enterraban a un padre maravilloso. Creativo en el afecto, dispuesto a la camaradería y a descubrir el mundo con la mirada nueva con que sus hijos lo veían todo. Meloso, consentidor y poco disciplinado. Creo que en muchos sentidos estábamos llorando el mismo afecto, agotador y avasallante. De luto riguroso recibí abrazos y palabras rizadas, hasta que nadie más quedó para clamar en mi hombro. Con la última pala de tierra no quedó nada por llorar o decir. Me fui al caer la última rosa.

Caminé. Caminé y tropecé con una y mil razones para volver, para quedarme y no desaparecer, pero con cada paso que daba, encontraba un poco más de aire y comencé a respirar. Dejé salir suspiros que habían quedado ahogados, tapiados por agendas y calendarios. La calle, sentido o no, era ahora tan vital como el aire que por años busqué. Un aire diferente, porque lo respiraba siendo absolutamente nadie para alguien. Anónima.

No regresé, me fue imposible. Me perdí adrede, cansada de una cordura que debí sostener por años. Vagué, errante y sucia. Nunca fui tan espontáneamente injusta. El egoísmo me sentaba en el cuerpo como una seda, deslizándose por todas las razones. Hubo calles oscuras y frío, sentí hambre y sed. Me sentí viva por primera vez. Me liberé del hartazgo.

El aire que ambiciosamente respiraba y dejaba entrar a mis pulmones, no me golpeaba el rostro, pero si la culpa; me rendía el llanto en las noches, con el recuerdo de mis hijos parados en el borde de múltiples reproches: me extrañaban y me apuntaban con su pena. Después de algún tiempo mi ausencia ya no fue más una angustia, solo era cruel, abierta y sin sentido; los huérfanos de afecto acumulan rabias y rencores como piedras asestadas en el cogote. La madre que conocían también había sido enterrada aquel día. La que ahora vagaba, era otra, sin tormentos. La calle me regaló un desapego profundo y cuando la culpa cedió, emprendí la huida definitiva. Ya no debía volver, porque al hacerlo, solo podía irme otra vez.

He perdido la orilla de las cosas. Puedo reír, también llorar, pero nunca olvido respirar. No pertenezco a ningún mundo, nada sustituye otra cosa. Dejé que el aire ocupara mi cuerpo. Desalojé los pocos recuerdos. Soy yo misma una ausencia, y la más arbitraria de las razones. Soy absolutamente nadie para alguien. Anónima.

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