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Mientras podaba las ligustrinas bajo el sol agobiante de diciembre, rompí por descuido uno de los doscientos duendes que custodian el jardín de doña Elisa. Ella, colérica, me echó sin pagarme un centavo.
Cuando era niño, mi madre me enseñó a enhebrar una aguja. La clave, dijo, era mojar un poco el hilo y no tener prisa.
No era la primera vez que hacía de novio prestado. A esta altura ya era casi un servicio: sonrisa medida, mano suelta, anécdotas calibradas.
1. Qué raro que no han venido a buscarme. 2. Estoy segura de que hay puertas si extiendo la mano.
Pasaba cada tanto tiempo. Casi siempre los viernes. Casi siempre luego de la una. Casi siempre en un momento cercano, antes o después, de que algo saliera mal...
Se escuchan las almas de niños muertos. Iniciaron con cuchicheos tímidos en el cuarto vacío de la abuela hasta tomar la casa con sus carcajadas, gritos y cantos.