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- Anamaría Aguirre Chourio
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El mar estaba particularmente salado esta mañana. Tal vez por los restos de la fiesta de anoche, o quizás era la marca genérica de cigarrillos que había comprado, jugándome una broma gustativa. Para comprobarlo, lamí mi pulgar izquierdo, concentrando la lengua en la hendidura entre el dedo y la uña. Sal. Un toque de acidez. Algo fermentado. Ninguna diferencia con los días anteriores.
Nunca he entendido por qué a la gente le gusta la brisa marina. Hasta los desinfectantes y aromatizadores usan ese nombre en sus productos de colores más inverosímiles. Brisa Marina: un salitre que te quema la piel, el ácido sulfhídrico de las algas estancadas en la orilla y, si tienes noventa y cinco por ciento de suerte, entran los subtonos de peces y crustáceos muertos liberando cianuro de hidrógeno y dióxido de carbono. Brisa Marina, mis cojones.
Si para algo sirve, es para cuidar la salud del prójimo. Previene el cáncer, la eyaculación precoz, el mal aliento y hasta la muerte. ¿Cómo? Muy fácil: párate en la orilla de cualquier playa e intenta encender un cigarrillo. Si, como yo, tienes solo dos manos, te llevará al menos tres intentos esquivar esa maldita brisa. Cada vez que prendo uno frente al mar me siento el verdadero hombre venciendo a la naturaleza. Hoy ya llevo mi segunda batalla ganada antes de las nueve de la mañana.
Con un bramido que parece más trueno que latón, la rubia abre su pequeño refugio desde donde vende cualquier cantidad de tonterías y basuras en miniatura que jamás entenderé. Luego grita, como todas las mañanas: —¡Constanza! ¡Constanza! ¡Ven aquí!— con ese acento de plastilina reseca que jamás podrá pronunciar o conjugar bien el español. Jamás he entendido si Constanza es la niña o la perra, pues cada vez que grita ese —¡Constanza!— aparecen las dos. La niña corretea a la perra y luego la perra corretea a la niña. Una ladra y la otra ríe. Ambas parecen caramelos de leche pasados por sal: ese mismo tono miel calcárea que uniforma piel y pelo en una sola resequedad escamada.
La radio interrumpe el mar, pero por primera vez no escupe chabacanerías. Una voz aguda informa que un volcán entró en erupción en Islandia. El mundo debe haber amanecido tan tranquilo hoy, que un volcán en Islandia es noticia de primera hora en esta ventana rectal del planeta.
No solo la brisa trae malas nuevas. Bastaron un par de segundos para saber qué era, pero la experiencia me ha enseñado a no ser nunca el primero en acercarse. Por hambre, por morbo o por simple estupidez, siempre hay otros que quieren la primicia. Mientras tanto, yo prefiero otra de estas porquerías que saben a mierda seca.
Un par de bocanadas y ya unos pájaros curiosean el bulto. Por su posición y tamaño deduzco que es un hombre y que también es adulto. No pasa mucho tiempo antes de que un cardumen de curiosos se arremoline sobre él, y yo, con mi cigarro, me acerco de igual forma. Rubia, perra y niña forman parte del gentío que se amontona cerca de la masa de carne inerte, como si algo aún pudiese hacerse. Entre gritos de desespero, algunos piden ayuda y la rubia dice —Please, help!— como si el idioma hiciera alguna diferencia en este punto.
Tiro el cigarrillo y, desde la última fila, veo las caras de todos. Pareciera que es la primera vez que cada uno de ellos ve a un hombre así: sin vida, devuelto por el mar después de varios días, hinchado e irreparable. Cuando finalmente entienden que no hay nada que hacer, que no hay help que los socorra, yo ya estoy abrochándome el cinturón y cerrando la puerta del carro.
En la playa, la rubia debe haber notado su desaparición. De hecho, ahí las veo correr detrás de mí, pero sus piernas flacas y tostadas no son tan veloces como nosotros dos en este carro de seis cilindros y ciento setenta y ocho caballos de fuerza.
—¿Constanza? —pregunto, con mi voz ronca. La perra alza las orejas. Confirmado: es ella la que ahora viaja conmigo.
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