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- Franchesca Herrera
"No era yo. Pero tampoco era otra. Era la fractura que me habitaba."
El aire de Lima siempre fue espeso, como si arrastrara una tristeza antigua. Ya antes de mayo de 2024, algo se pegaba al pecho, algo que dolía respirar. Perú no era mi tierra, y esa ajenidad crecía en el encierro del departamento, donde mi bebé era el único sol en un universo que se encogía cada día.
Mamá también lo sentía. Esa opresión. Esa carga que obligaba a respirar con cuidado, como si el ambiente estuviera enfermo. Yo, atrapada entre pañales y el eco de una vida profesional en pausa, empecé a sentirme ridícula en mi nuevo papel. Una figura de utilería.
No fue un derrumbe súbito. Fue una erosión lenta. Un deshilachamiento. La sensación de que mi existencia se volvía irrelevante, de que cada decisión anterior fue un error de cálculo. No me arrepentía de ser madre. Pero me aterraba no reconocerme. Y en esa grieta, como quien acaricia un interruptor, fumé. Solo un poco, para acallar la mente, para dormir. No sabía que estaba avivando el incendio.
La paranoia llegó primero, disfrazada de intuición. El televisor dejó de ser un objeto neutro: ahora me hablaba. Las noticias eran mensajes codificados. Las caricaturas del celular de mi hijo: advertencias veladas. Las voces de los vecinos, apenas filtradas por las paredes, se volvían cuchicheos sobre mí. Salir a comprar pan era cruzar un tribunal invisible.
Luego, la realidad comenzó a agrietarse. Sombras en la periferia. Figuras suspendidas del techo. Ecuaciones complejas en los sueños. Símbolos. Fórmulas químicas. Y una tarde, lo vi: un diablito diminuto corriendo por la pantalla apagada del televisor. Nítido. Tangible. Innegable. Lo vi. Aún lo veo. Las caras emergían del veteado del suelo, de la madera, de las paredes: ojos mudos que me observaban.
Mi familia fue un ancla. Paciencia, comidas, medicamentos. Amor que no pedía explicaciones. Pero llegó la tormenta verdadera: un episodio. Recuerdo la sensación de estar poseída. Algo brutal me habitaba. Me dicen que gritaba. Que no podía parar. El hospital, las correas, el sedante como salvavidas. Ahí fue. El quiebre.
Después, el diagnóstico. Esquizofrenia. Sesiones de terapia, pastillas, papeles firmados. Pero lo que me sostuvo fue una palabra: volver. Venezuela. Mi gente. Mi idioma. Mi cama. Mi patio. Esa esperanza fue el motor. Y también mi hijo, su risa como un conjuro, y el abrazo de mi madre que me recordaba el cuerpo que fui.
Y aquí estoy. De regreso. El aire es distinto. Más liviano. Vuelvo a ser yo, o quizás otra, una que atravesó un fuego. La felicidad existe. Los susurros oscuros aún golpean la puerta, pero ya no entran. Aprendí a decirles que no.
Lo que viví fue un descenso. Pero también una visión. Dicen que fue una enfermedad mental. Y sí, lo fue. Pero también fue otra cosa: un viaje al borde de la percepción, una grieta por la que vi algo más. No sabría nombrarlo. Solo sé que volví. Y esa vuelta tiene algo de milagro.
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