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El Hombre Del Canario Rojo

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La Señorita Herminia murió hace poco. La encontraron acostada, con la radio encendida y una taza de té intacta sobre la bandeja. El paramédico dijo que había sido un paro, pero en el edificio corrían otras versiones. Que llevaba meses apagándose. Que no comía. Que la mató la soledad. Que era señorita, y por eso se fue sin despedirse.

—Se le apagaron las ganas por dentro —dijo la vecina del 401, que siempre había envidiado su colección de porcelanas. —Nunca usó su cuerpo como Dios manda —agregó otra, cruzando los brazos como si supiera de lo que hablaba.

Don Julio no decía nada. Solo tragaba saliva con los ojos entornados y se demoraba un poco más de lo necesario en pasar la enceradora por el hall. A veces, mientras escuchaba los chismes, bajaba la mirada y se le escapaba una media sonrisa, como si supiera algo que los demás no. No era complicidad, sino una forma de disfrutar la incomodidad ajena.

Vivía en el mismo edificio donde trabajaba como conserje, en Carlos Antúnez con el Bosque. En el primer piso había una bodega que había sido habilitada como su propia pieza; tenía un baño, y un pequeño espacio que ocupaba como logia para colgar su ropa. También había decidido usar un estacionamiento para hacer un pequeño huerto. Algo inverosímil, pero aprovechándose del descuido general lo consiguió: puso tierra de hojas en el suelo, y con mucha paciencia hizo crecer unas acelgas, choclos, tomates y un par de achiras de un rosado estridente. Los habitantes de los departamentos no reclamaron, pues eran en su mayoría adultos mayores que no manejaban, por lo que los estacionamientos estaban vacíos.

El edificio era chico, de cinco pisos, y dos departamentos en cada uno. Tenía un pequeño antejardín que Don Julio regaba con dedicación. Cuidaba mucho el pasto, los cardenales rojos y el acer japónico. El hall de entrada tampoco era tan grande, por lo que su trabajo no era demasiado. Pasaba la enceradora, barría las hojas y quedaba desocupado. Nunca se sentaba en la conserjería, pasaba las tardes tendido en su cama viendo teleseries. El timbre que daba a la calle estaba conectado con su pieza, por lo que atendía directamente desde su cama. Nadie sabía bien quién lo había instalado así, pero varios sospechaban que había sido él mismo, en uno de esos arranques de eficiencia mínima que usaba para estirar su comodidad al límite. En un edificio donde todo envejecía lento, sin supervisión, esas pequeñas trampas pasaban desapercibidas.

—Vengo a dejarle un paquete a la Angélica. —Tóquele a ella, vive en el 301.

A pesar de que era el único conserje del edificio, su horario había ido tomando tintes gerenciales: trabajaba de 10:00 a 16:00 y el resto del tiempo no había nadie en la entrada, menos un nochero. Además de mantener medianamente el aseo de los espacios comunes, no hacía mucho más por los residentes. El resto del tiempo lo dedicaba a su propio jardín, y a su ocio personal: ver televisión y teñirse el pelo. Llevaba diez años tapándose las canas con un Kolestone color naranjo fuego, casi del color de las baldosas que enceraba.

Ninguno de los vecinos se cuestionaba sus labores ni sus horarios, ya que era parte del inventario del edificio. A nadie le llamaban la atención sus hábitos, como sentarse a tomar té puro en un piso de mimbre en el estacionamiento mientras escuchaba la radio Beethoven a todo volumen, ni la extrema confianza que sentía hacia quienes vivían ahí. Siempre saludaba amablemente, lo que seguía con algún comentario inadecuado para intentar entablar una conversación, que —con frecuencia— se detenía abruptamente:

—Hola, buenos días. ¿Tiene una maleta que me preste? Es que me voy de vacaciones. —Hola, ¿cómo está? ¿Le sobra un plasma? —Hola, ¿qué perfume usa usted? Porque me recuerda a las rosas que plantaba mi abuelita en Chillán. —Hola, ¿Le hago una consulta? Es que voy atrasado al dentista, ¿Me lleva? —Hola, disculpe que le diga, pero el sofá que le vinieron a dejar el otro día, no es Luis XV, es hechizo. —Hola, ¿Cuándo me va a dejar a su perrita?

Con la única vecina con la que había logrado entablar la relación simbiótica que buscaba compulsivamente era con Herminia. La Señorita Herminia, le decía él. Ella vivía en el quinto piso, tenía 78 años y era soltera. La relación entre ellos se había estrechado después de la muerte de su gato. Compartían gustos y sensibilidades similares: los animales, las plantas, las antigüedades, la realeza europea, las teleseries brasileras, la música clásica y el amor por los berlines. Así que cuando Don Julio terminaba de regar el pasto en la tarde, subía al 502 donde lo esperaba la Herminia para tomar té. Juntos repasaban el capítulo del día de la teleserie de turno, comentaban la vida de otros residentes y otros temas de la contingencia. Como era soltera, sin hijos y varios de sus hermanos habían muerto, estaba bastante sola y tenía escasas visitas. Un día, mientras discutían acerca de la verdadera paternidad del Príncipe Harry, sonó el timbre.

—Qué desubicado, ¿Quién será? —Yo lo veo, Señorita Herminia, no se pare.

Era un sobrino que la pasaba a ver por su cumpleaños, aunque no era ese día. Don Julio y Herminia fingieron. Si bien les perturbaban las interrupciones en sus tardes, en el fondo se emocionaban con cada visita que llegaba. Matías, el sobrino, traía una torta y una pajarera de regalo.

—Mire, tía, le traje el único canario rojo que me ha salido de mi crianza. Supe que se le murió la gata, y pensé que este le haría compañía. Canta precioso.

La recomendación sobre el canto venía de cerca, claro, pero también era la de un entendido: Matías era juez de canto de canario, además de profesor de Literatura. Le explicó a Herminia lo escasos que eran los ejemplares rojos y que, dentro de todo, era una mascota de bajo mantenimiento.

—Te va a encantar, tía.

Mientras ellos conversaban, Don Julio observaba en silencio. Algo raro se le movía por dentro. Los celos se mezclaban con la euforia de tener un canario rojo en el edificio. Jamás había visto uno. Se sintió representado por el ave: exótica, llamativa, un poco fuera de lugar. Pero también lo atrapó otra cosa. La belleza de Matías lo descolocó. Lo había visto un par de veces, pero nunca tan de cerca. Se sintió hipnotizado por sus ojos azules, sus gestos, su manera de moverse. Llevaba una chaqueta con estampado Burberrys y una boina. Don Julio no podía creer que fuese real.

Intentó entablar conversación, pero el joven no le prestó mucha atención. La visita fue breve. Desde ese día, Julio desplazó esa extraña fascinación hacia el canario rojo. Algo de Matías había quedado contenido en él.

Durante días, Herminia y Don Julio discutieron qué nombre debía llevar el ave. Querían uno distinguido. Repasaron todos los nombres de la realeza europea: inglesa, rusa, holandesa, española, hasta la de Mónaco. No lograban decidirse. Una tarde, entre té y berlines, Don Julio se iluminó:

—¡Lo tengo! Se llama Rasputín.

—¿Rasputín? Estás loco, Julio. Si ni siquiera era noble.

—No era noble, pero sí influyente. Tenía poderes. Sanaba a Alexei, el hijo del zar. ¿Te acuerdas? El que tenía hemofilia.

Herminia arrugó la nariz, como si el nombre trajera un olor que no le gustaba.

—No sé, tiene algo turbio... Ese hombre era un degenerado. Un manipulador. Siempre me ha dado cosa.

—Pero también era un místico. Un iluminado, en cierto modo. ¿Quién más puede calmar el dolor con solo poner una mano?

—¿Tú crees que eso es lo que hace nuestro canario? ¿Sanar?

—Yo creo que sí. Desde que llegó, ya no me duele tanto la espalda.

Herminia soltó una risa seca, casi a pesar suyo.

—Eres un fresco, Julio.

—Y tú una romántica. Piénsalo: Rasputín es un nombre inolvidable. Místico, rojo, difícil de domesticar. Como él.

Ella se quedó un momento mirando al pájaro, que en ese instante se sacudía con una elegancia casi teatral.

—Bueno... quizás tienes razón. Pero si empieza a portarse como el original, tú te haces cargo.

—Trato hecho.

—Entonces... se llama Rasputín.

Lo que Don Julio se calló fue la otra cara de Rasputín: sus excesos, su fama de depravado, su halo oscuro. Sabía que a Herminia no le gustaría ese detalle.

El canario se convirtió en el eje de sus tardes. Le limpiaban la jaula, le ponían música, le hablaban en susurros como si pudiera entender. Se sentaban a escucharlo y discutían, cada uno convencido de que reconocía en él rasgos propios más importantes que los del otro: que tenía su oído, su temperamento, su elegancia.

—Hoy está cantando Carmina —decía Herminia, seria. —No, es Aída. Eso es Verdi, Herminia. A mí no me engaña —replicaba Don Julio, con tono de experto.

Era como si hubieran encontrado una forma nueva de compañía: dócil, rítmica, lo suficientemente viva para mantenerlos atentos, una presencia que demandaba lo justo.

Con los días, todo en torno al ave adquirió un ritmo casi ceremonial. Elegían con cuidado la fruta más jugosa, ajustaban el volumen de la radio según su ánimo, se turnaban para renovar el agua. Don Julio, sin notarlo del todo, empezó a pensar en el canario como algo que compartían sin necesidad de palabras. Una presencia que organizaba sus rutinas, que los mantenía en sincronía.

Pero a esa armonía, de a poco, empezó a reptarle algo sordo y viscoso.

Herminia empezó a apagarse. Se veía más pálida, más flaca. Don Julio le insistía que fuera al médico, pero ella se negaba. Cuando ya no podía bajar a abrir la puerta, él comenzó a subir cada mañana: tenía una llave. Le llevaba el diario, le preparaba el desayuno, la ayudaba a vestirse. A veces, incluso, la bañaba.

Para entonces, sus tareas como conserje ya eran apenas una anécdota. Nadie se quejaba: en el fondo, todos sabían que Don Julio nunca había sido exactamente útil. Estaba ahí, como un mueble viejo al que se le perdona la holgazanería porque lleva años en la casa.

Hasta que un día la encontró muerta en su cama.

Estaba recostada con las manos cruzadas sobre el pecho, la cara tranquila y la radio encendida en un volumen apenas audible. Don Julio se quedó un momento en la puerta, como si no supiera qué hacer con ese silencio nuevo. Luego se acercó y la tocó: aún estaba tibia. Se abalanzó sobre ella y lloró con una mezcla extraña de pena y desconcierto. No tenía el teléfono de ningún familiar para avisar, así que llamó al administrador, quien logró contactar a uno de los hermanos de Herminia.

Al poco rato llegó un paramédico a constatar la muerte. Decidieron hacerle una autopsia, porque nadie entendía cómo había llegado a ese estado sin que nadie lo notara.

Don Julio escuchaba todo sin intervenir. Cuando al fin se quedaron solos, fue hasta la jaula de Rasputín y la cubrió con un pañuelo de encaje que había pertenecido a Herminia. "Hoy no se canta", murmuró.

Unos días después del funeral, Matías apareció en el hall de entrada. Venía vestido igual que la vez anterior, con esa boina que parecía sacada de una película de época.

—¿Cómo está? —preguntó con una voz algo más grave—. ¿Supieron la causa de su muerte?

Don Julio no levantó la mirada.

—Dicen que era cáncer. Que estaba metastasiada entera. Increíble no haberse dado cuenta. Cómo habrá sufrido la pobre...

—Cáncer de sus partes íntimas debe haber sido —agregó de pronto, sin ningún tacto—. Porque era señorita, entonces nunca las usó.

Matías parpadeó, incómodo. No supo qué responder.

—Ehh… no sé. No pudieron determinarlo. —Se aclaró la voz—. Oiga, venía a llevarme el canario. Se devuelve a mi pajarera.

Don Julio lo miró por fin. La cara húmeda, pero no del todo triste.

—Ah, eso sí que no va a poder ser. Resulta que yo soy el padre. Y el pajarito quiere quedarse conmigo. Desde que se murió la Señorita Herminia que canta la marcha fúnebre, fíjese.

Matías lo observó en silencio, como si no hubiera escuchado bien. Hizo un gesto con la mano, un intento vago de réplica, pero no encontró las palabras. Se acomodó la boina, miró hacia el fondo del pasillo como buscando una autoridad mayor y, al no encontrarla, dio un paso hacia la puerta pero se detuvo.

—Mire que no quiero discutir —dijo, esforzándose por sonar tranquilo—, pero el pájaro era de mi crianza. Se lo traje a mi tía, no a usted.

—Eso era antes. Ahora somos familia. Rasputín se quedó huérfano igual que yo.

Matías frunció los labios. Parecía a punto de decir algo más, pero algo en el tono de Don Julio lo hizo desistir. Quizás la mención de la marcha fúnebre, o ese leve temblor en la voz que no terminaba de parecer tristeza.

—Bueno... da lo mismo. Quédese con el canario, entonces. Total, ya está acostumbrado.

Rasputín se quedó en la pieza de Don Julio. Durante el día lo sacaba al huerto, donde cantaba entre las acelgas y las achiras. Una mañana, al acercarse con un gajo de lechuga, Don Julio vio algo que lo dejó paralizado: un huevo.

Se desmayó.

Cuando despertó, Angélica, la joven del 301, lo abanicaba con la tapa de una revista.

—¿Está bien, Don Julio? ¿Le duele algo?

—El corazón, mijita. Acabo de darme cuenta que Rasputín es canaria. Puso un huevo.

—Póngale Rasputina, entonces. No es tan grave —dijo Angélica, sin soltar la tapa.

—Es feo. Suena a puta.

Don Julio se hincó, se tomó la cabeza, golpeó el cemento con las palmas abiertas.

—¡La cría va a ser amarilla! No había otro rojo en esa pajarera. ¡La pureza se perdió!

—Pero va a ser bonito igual. Un clásico canario amarillo, como Piolín, Don Julio —intentó Angélica, con voz suave.

Él no contestó. Siguió ahí, retorciéndose, mascando su frustración. Cuando ella entendió que no podía consolarlo, se levantó y se fue.

Don Julio quedó solo. Miró la jaula. Dentro, el canario lo observaba en silencio. Se acercó. Abrió la compuerta y metió la mano. No alcanzaba al pájaro, pero sí al huevo.

Lo tomó con cuidado. Lo sostuvo un momento, como si dudara. Luego lo apretó: crujió.

—Será nuestro secreto, Rasputín. Siempre serás mi Rasputín.

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Premiado con el tercer lugar en la categoría Cultura Corporativa del 16° Concurso de Cuentos UANDES (2024).

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