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El Innominable.

Fue un episodio tan trágico que todos convinieron en que no debía quedar memoria de él. Los cronistas recibieron la orden de destruir todo lo escrito y de no volver a mencionarlo nunca. Lo que sabemos nos ha llegado de boca en boca atravesando los siglos. Se dice que hubo un rey que perdió el sueño. Al amanecer vagaba por palacio presa de una desazón que lo corroía mientras escuchaba los ronquidos de caballeros y criados. Una noche encontró dormido al soldado que hacía guardia ante su puerta, la espalda apoyada en el muro. El grito retumbó en todo el palacio, si el rey no puede dormir, sus siervos tampoco. Los amanuenses fueron despertados y tuvieron que hacer cientos de copias del edicto que los mensajeros llevaron hasta la última aldea del reino. El soberano pronto descubrió que su orden no era obedecida. Los peores castigos, las amenazas de ejecutar a cualquiera que fuese sorprendido durmiendo no bastaron. Entonces el rey ordenó que resonaran sin tregua trompetas y clarines, pero al cabo de unas horas los músicos caían exhaustos. Las campanas, exclamó el rey, que todas las campanas del reino tañan día y noche. Luego movilizó a la artillería con la orden de que los cañones se relevasen disparando salvas. En todas las regiones habitadas del reino el estruendo se mezclaba con el llanto y los gritos de los niños asustados. Los pájaros volaban sin poder posarse hasta que se estrellaban como pedruscos de granizo. Las gentes huían, abandonaban en masa el reino e invadían los países vecinos en busca de silencio. La reina convocó a galenos, curanderos y hechiceras. No hubo pócima que el rey no probase, pero ninguna venció su desvelo. No se sabe qué mano empuñó la daga. Se dice que fue la reina al ver enloquecer y morir al más pequeño de sus hijos. Aunque también se murmura que fue el propio rey quien puso fin a su desamparo.

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