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Fuego Devorado

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No tiene nada que ver con Trotsky, como aseguran mis hermanas. La historia de cómo el fuego devoró a Elena tuvo un origen distinto: el horno a gas fue el hipocentro donde todo se encendió.
Lo recuerdo bien porque soy más que un simple testigo. Fui el detonante de lo ocurrido: le pedí a Elena que me preparara un pan de guanábanas como los que hacía el abuelo, aromatizados con ralladura de naranja y pimienta rosa; eran panes de miga esponjosa porque no llevaban más hidratación que la que la fruta aportaba. Se lo pedí a Elena en parte porque fue la única que heredó la fórmula y en parte porque ella jamás me negaba lo que y yo le pedía. Elena le ponía clavos de olor, pero el abuelo nunca lo hizo porque decía que los clavos de olor eran lo peor para la masa; mi padre, en cambio, insistía en que la religión era lo peor para las masas. Yo nunca supe cuál de ellos tenía la razón.
Aquel día entramos temprano a casa porque mamá aseguró que caería granizo, pero solo hubo una brisa fresca que silbaba grave, como burlándose de su pronóstico.
Elena decidió hacerme el pan, pero como mamá le había prohibido usar el horno de gas, tuvo que actuar con cautela. Al sentirse segura, se metió a hurtadillas en la cocina para levantar una espuma con un par de huevos que yo me había robado del criadero; con esa nube, un poco de azúcar y la pulpa de la fruta, amalgamó una mezcla que desembocó en un volcán de harina, de donde emergió la masa que puso a fermentar. Cuando los hongos culminaron su labor, Elena amasó con una técnica que aprendió del abuelo: levantaba el pastón a la altura de su frente y lo estrellaba con furia contra la mesa de piedra, como si intentara matar a un reptil que tuviese atrapado por el cuello. Repetía este movimiento hasta que el gluten le permitía estirar una malla translúcida.
Cuando la masa estuvo lista, abrió el horno para descubrir que el viento, que aún se colaba bajo la puerta, lo había apagado; tomó una bolsa de papel, la rompió y con sus fragmentos armó una antorcha que acercó a la garganta del butano. En ese momento escuchamos un ruido terrible, como sonaría un grito que cobrara vida, como bufaría un dragón en celo. El horno escupió una ráfaga de fuego sobre Elena. Su negrísimo cabello de india quedó reducido a un manojo marchito de paja. Al intentar tocarlo, un mechón se deshizo como un ramillete de ceniza entre sus dedos.
La transformación de Elena comenzó tras la explosión del horno.
Como yo pasaba el día a su cuidado, fui el primero que notó sus nuevos hábitos. Comenzó a jugar, obsesiva, con la vela que mamá mantenía encendida a La Inmaculada Concepción: acercaba la palma de su mano izquierda a la llama, cada vez por un periodo más largo y a una distancia más corta.
También estableció amistad con las otras criadas del barrio, quienes le revelaban detalles de sus encuentros con novios y primos.
Fue por esos tiempos cuando le dio por cantar canciones que decían cosas como: «préndeme fuego si quieres que te olvide.» O la que decía: «Cuando mueras y bajes a mi tumba, verás que aún por ti arde la llama de mi amor». Un día puso su mano en mi frente; la sentí tan caliente que temí que tuviera fiebre.
— Estas hirviendo — le dije.
— Así soy ahora — respondió.
— Ese fuego no me mató porque me lo devoré por dentro — concluyó.
— ¿Te lo devoraste por dentro? — pregunté, remedando su acento provinciano.

͟ꟷꟷAsí soy ahora ͟ꟷꟷrespondió ͟ꟷꟷEse fuego no mee mató porque me lo devoré por dentro ͟ꟷꟷconcluyó.
ꟷ¿Te lo «devoraste por dentro? — pregunté, remedando su acento provinciano.
— ¿Eso te lo dijo mamá? — indagué porque me sonaba mucho a las cosas que decía mi madre.
— Eso no me lo dijo la patrona, pero ella también lo sabe — me respondió de inmediato, como si estuviese esperando esa pregunta.
Cuando mamá descubrió que Elena conversaba con otras criadas del barrio, le prohibió asomarse al balcón sin delantal porque su cuerpo delgado mostraba estrecheces apetitosas y unos senos menudos, pero firmes.
Elena no estaba interesada en los muchachos, pero tampoco ignoraba que la seguían con la mirada. Disfrutaba, eso sí, el impacto que causaba en ellos cuando salía de casa.
Conoció a Ignacio un día caluroso cuando ella salió a gozar del bochorno que hacía hervir las calzadas de la avenida Mérida. Él la abordó para entregarle unos volantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores. Como ella no leía con destreza, le pidió al muchacho que le explicara de qué se trataba aquello, pero cuando él comenzó a hablar, Elena sufrió una decepción inmensa: sintió que el güero se burlaba de ella al decirle que él «luchaba» por tener «una presidenta». Elena lo tomó como una burla porque no podía creer que alguien dijera, ni siquiera en broma, que este país inmenso eligiera, algún día a una mujer para gobernarlo, ni que se tratara de una «mujer de piedra», como decía Ignacio. Ella nunca había votado, en parte porque no existía en los registros y papeles de este país inmenso y en parte porque sabía que nadie deseaba escuchar su voz. Ignacio entendió su reacción como desinterés político y falta de conciencia de clase, lo que le dio mayores motivos para pretenderla.
Ignacio la esperó los días siguientes hasta que la encontró un mediodía con las manos apoyadas en un coche aparcado frente al jardín que corona la avenida; se aproximó por detrás de ella y se puso a su lado, imitando la forma en que ella estaba recostada, con las palmas apoyadas sobre el latón del vehículo. Al hacerlo, sintió una quemadura intensa y soltó los panfletos que iba repartiendo. Con el movimiento, Elena notó quién estaba a su lado; ambos se pusieron a recoger los panfletos del césped; quedaron exhaustos… Ignacio le ofreció a Elena ir a comer un helado, lo que ella rechazó firme: «¡No!, Helado, no». Él optó, entonces, por convidarla un café, lo que ella aceptó gustosa. Mientras tomaban el café, él le confesó que quería besarla. Elena recordó lo que las otras criadas le habían contado sobre los besos, e introdujo la brasa de su lengua en la boca del muchacho.
Hicieron el amor una tarde en el inmenso caserón que Ignacio escondía a los otros militantes del partido ―quienes vivían en mansiones similares―. La penetró con suavidad mientras soplaba con ternura un rocío de sudor que se había acumulado entre sus senos. Cuando Elena alcanzó la ebullición del placer, sus humores borbotaron como una melaza férvida que calcinó el entusiasmo de su amante.
Elena nunca votó por el PRT, en parte porque nunca existió en los registros y papeles de este país inmenso y en parte porque nunca creyó del todo la historia de la «mujer de piedra».
Un jueves salí corriendo de la prepa porque no soportaba el calor. Entré en casa y a los pocos minutos mi madre y mis hermanas salieron corriendo de sus cuartos con un griterío: «¡terremoto!,», «¡terremoto!». Noté, de inmediato, que Elena no estaba. Mamá preguntó por ella y me ofrecí a buscarla porque creí saber dónde encontrarla: puse marcha al jardín donde solía verse con Ignacio., pero no estaba allí.
Una columna de humo llamó mi atención. La humareda provenía de la avenida Tabasco, donde unos inmensos almacenes ardían. No eran tantos los bomberos porque había demasiado dolor en la ciudad como para ocuparse de un simple incendio.
Supe que Elena estaba dentro porque pude percibir un olor a conchas de naranjas y pimienta rosa.
Elena nunca apareció en las listas de desaparecidos, en parte porque nunca existió en los registros y papeles de este país inmenso y en parte porque nadie me creyó cuando yo les dije que ella había entrado a devorarse por dentro ese fuego.

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