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- Milton Quero Arévalo
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A don Enrique Amado Rincón
Era la manera más precisa de abrir una herida en el tiempo y a través de la sangre de esa herida volver del Hotel Granada. Fue la fritura de ese plátano maduro lo que removió, sin duda, a Enoe Medrano de la íntima corteza del marco de madera en el que siempre descansaba. Levitó en la gasa vaporosa de la tarde y bajó por la herrumbre chirriante de la escalera del hall. El elástico sol hirió su rostro y removió así el recuerdo del empleado de mantenimiento del viejo Hotel Granada.
-¿Cómo es posible que todavía exista? ¿Por qué se empeñarán en mantener esta pústula en la arrugada piel de la ciudad? –pensaba Enoe.
Crepitaban las llamas que alentaban con su lumbre el hambre de hace ya algunos días, de los nuevos huéspedes del hotel. Confluían todos reunidos alrededor del fuego: indigentes, recoge-latas, cuidadores de carros y malandros sin oficio, y junto a ellos, el viejo esplendor que alguna vez despidió aquel hotel; aquí la sonrisa de Gardel, en un recodo del bar La Casualidad, allá los remilgos de La Bella Otero pidiendo sábanas de seda, acá la impaciencia agolpada del viejo armador griego, esperando por un hombre de negocios.
Enoe observaba el indigente espectáculo y sintió lástima por las figuras humanas que adornaban el viejo hotel, donde había servido a principios de siglo; sin embargo, agradeció el gesto, ya que pudo despertar de un sueño letárgico, que más que sueño era una pesadilla inalienable, por las extrañas circunstancias que produjeron su muerte. Se maravilló de este accidente del tiempo y decidió disfrutar de su corta estadía en el país de los vivos, pero ya empezaba a dudar del término, pues lo que veía no eran precisamente seres vivos, sino una especie de sombras inconclusas. Pronto abandonó el hotel y se dejó llevar por los vientos alisios. En su ascenso subió por la calle Falcón y se dejó venir por Bella Vista. El impacto fue abrumador. Allí estaban con sus lomos cansados y sus pinturas fatigadas por el sol, la quinta San Joaquín, la quinta Villa Carmen y el castillo de Lucas Rincón, como mudos testigos de un tiempo de aguateros en burros, de tranvías y calles de arena. Observó entonces, el ballet de brazos que subían y bajaban protegiéndose de la feral mirada solar. Así las mujeres elevaban las carteras a la altura de sus rostros y los hombres la palma de sus manos, hasta que la caridad los llevaba a un espacio donde la autoridad solar dejaba de ejercer su dominio. Sin embargo, se dijo:
— No hay mucha diferencia entre estas sombras y las que dejé en el Hotel Granada.
Se detuvo en Bella Vista con Doctor Portillo, a observar el despojo de una etnia, allí estaba la representación de una raza a la que siempre había admirado. Conocía de buena fuente sus historias, ya que por aquel entonces se hospedaba en el hotel un joven investigador, inquieto y apasionado, llamado Alfredo Jahn, quien estudiaba la cultura de los guajiros. Recordaba las pruebas que la generosidad de éste le permitió leer al sencillo empleado de mantenimiento de aquel lujoso hotel, aún recordaba las historias de Pulowi y el Cazador de Venados o bien, Maleiwa, pero lo que recordó con mayor fuerza fue el relato Jepira, La Tierra de los Guajiros Muertos. Fue ahora, a raíz de su experiencia levitando por Bella Vista, cuando vino a entender el significado finito de la palabra Yoluja.
Pensó, sonriendo por un instante, si el joven Alfredo le habría puesto a su trabajo de investigación el nombre que él le sugirió, pero mediaba una distancia muy larga de tiempo y espacio como para poder comprobar este aserto. Así que se entretuvo con la humilde guajira, quien demolida por el calor de la tarde y con un niño en los brazos, pedía limosna a las personas que pasaban. Éstas sufragaban su dolor con el níquel callejero de la limosna diaria. Caía el níquel incendiado en la palma de su mano y contrastaba la pobreza numismática, con la riqueza de historias y leyendas contenidas en la mano wayúu. Ahora no sabía si era sueño o era Yoluja y lo que era peor, qué hacía en esta absurda ciudad, que a medida que avanzaba parecía más una trampa. Trampa, porque mitos iniciáticos de formación fueron suplantados por otros. Trampa, porque historias poéticas fueron borradas por el chiste grueso y el afán exagerado en los gestos. Trampa, porque todos permitieron que sustituyeran zaguanes, fuentes, romanillas, terrazas, rosetones, mosaicos, balcones y gárgolas, por colmenas con abanicos eléctricos.
Pensó en su muerte y sus extrañas circunstancias, en la absolución de los culpables y en el dolor de su madre. Ese crimen sin solución, había sido la comidilla de la ciudad por una época; y él, el centro del brollo disforme que enajena. ¡Una amante lo mandó a matar! supuraba esta frase entre el Empedrao y el Saladillo. ¡Fue un ajuste de cuentas! estribillo unánime entre Bella Vista con Santa Rita. ¡A verga! ¿No sería una bala perdida? en los mismos predios del hotel.
Él lo entendió todo, una vez que su alma llegó a Jepira. Una vez transpuesto los adoquines de la vida, el impacto visual fue extraordinario. Pronto le restó importancia a la mano que apretó el gatillo y al nombre contenido en aquel disparo. Sin embargo, lo que lo ocupaba ahora no era vengar en sus pensamientos una muerte que había ocurrido en 1935, sino tratar de entender por qué su alma no fue al encuentro del dios cristiano que le habían enseñado sus padres, y también por qué aquella imagen trazada en oraciones, catecismos y misas diarias llamada Paraíso, desapareció y se esfumó como sueño líquido. ¿Cómo era posible vaciar toda una fe por otra? Pensó entonces en un ancestro guajiro, en la posibilidad de su sangre alijuna teñida por los mellizos transformadores. ¿Por qué estas historias moldearon su alma y cambiaron su fe? ¿Por qué le impresionaron en vida aquellos cuentos de Alfredo Jahn? y lo que era aún más importante, ¿cómo es que ahora él, un criollo, vive en Jepira, la tierra de los guajiros muertos? Esto pensaba cuando un golpe de viento lo llevó en un instante al centro de la ciudad, y sintió pena al ver en lo que habían convertido al resplandeciente palacio Roncajolo, una absurda mole de cemento llamada INCE. ¡Qué manera de despojar de poesía a las cosas, al nombrarlas por sus siglas! Llegó al centro y cifró su mundo: el antiguo hotel Hispania, en la calle Ciencias, había desaparecido; el mercado Principal y el Gran Bazar, eran recuerdo mohoso del camino; el hotel Americano de sus gratos recuerdos, donde se entretuvo en más de un carnaval, lanzando desde su balcón vejiguitas de agua perfumada a las muchachas más lindas. Se sonrió al comprobar que aún llamaban vejigas a las bombitas de agua, a pesar de estar hechas de otro material, y pensó en todos los peces que sacrificó, con el fin de sacarles sus vejigas urinarias y convertirlas en vejigas del deseo, donde iba su cariño y la expresión perfumada del amor.
Ahora estaba en la otrora esquina del Chirimoyo, actual Asamblea Legislativa, asiento de la antigua Escuela de Artes y Oficios. Y allí pudo ver la expiación de un crimen, la herencia del desafuero, el resultado de un asesinato sin castigo; era aquel pobre hombre vendiendo café, descendiente del gatillo que fue accionado hace más de 50 años en su contra. Nunca sabrá este pobre indigente que su padre fue un asesino. Quizá tampoco entienda su actual destino ¿Cómo rebatir el destino de un padre homicida? Miró su rostro tostado por el sol y tan sólo pudo reconocer la nariz aguileña, pero el esplendor de aquellos ojos azules, que lo reconvenían con autoridad en el viejo hotel Granada, habían desaparecido para siempre. Enoe descendió un poco entonces, para ver bien ese rostro, pero sólo encontró la bala que lo mató aquel 15 de marzo de 1935. Le sorprendió en demasía cómo trasmutó el plomo en aquel despojo humano, pero lo que lo conmovió aún más fue constatar que el declive de aquel hombre iba a la par con el declive de la ciudad. Esto último lo maravilló.
Mucho le sorprendió ver en lo que quedó reducido el apellido de su victimario, antaño propietario de aquel hotel. Ese despojo del abolengo más rancio estaba reducido a poca cosa, apenas una mano sin nombre, sirviendo cafecitos para subsistir. Pensó entonces en la cólera de su jefe, cuando se enteró de los amores de su empleado de mantenimiento con su hija. Recordó la vergüenza acrisolada en su rostro y la mancha que supuraba su apellido. No pudo ciertamente aceptar los amores de su hija con el indigno pretendiente que era Enoe. Fue así como la rabia de aquel hombre se convirtió en plomo, plomo que segó el sueño que era Enoe. Entonces nació Yoluja, y con Yoluja el conocimiento que le permitiría saber, con el tiempo, que había sido el poder económico lo que pudo acallar aquel crimen y convertir su muerte en un misterio.
Su pestaña fraguada de luz lo hizo recordar a Mercedes y el triste final que la cobijó, una dolencia mental acabó con ella para siempre, nunca más pudo recuperar la razón, debido al impacto que le causó la muerte del hombre que amaba. El remordimiento y el dolor por su hija enferma llevó al padre al abandono total de los negocios y el viejo hotel Granada fue declinando su brillo, hasta convertirse en la sombra inconclusa que ahora es, y en cuanto a su hijo predilecto, es tan sólo la sombra escasa, que acabamos de dejar vendiendo cafecitos, en la antigua esquina del Chirimoyo.
Impone el sol su carácter y diluye las sonrisas de los transeúntes y las convierte en muecas dolorosas, que a su paso van quemando los caminos, cede el blush on y se calienta la pintura de labios en las boquitas pintadas y convierte a estas mujeres en arpías vengativas. Todo se transforma a medida que las horas se calientan con la furia solar, y así los depositarios de estas horas y minutos. Atraviesa de palmo a palmo la calle Carabobo el yoluja Enoe, y se ríe a carcajadas, al ver en los estantes de la librería El Anaquel el libro de Alfredo Jahn y en la carátula del mismo, el nombre que él le había sugerido: Los Aborígenes del Occidente Venezolano. Se persigna la señora Jovita, vecina del lugar, ante el extraño fenómeno de ver un relámpago en el medio del día destellando, y para darle más fuerza a su ruego dice:
Espíritu santo, te necesito
No mandéis el fuego a este lugar
Tú eres mi fuerza, tú eres mi ayuda
Espíritu santo, llena este lugar
Enoe se sonríe y deja de reírse para que el cielo no se raye con su risa y no inquietar más a la señora Jóvita. Se calma el cielo entonces y solamente es perturbado por un recital poético, que es ofrecido en el atrio morisco de un enlosado. Se asombra de que todavía los poetas estén recitando, como en los tiempos de Udón Pérez, con “plaustro sonoro”, “limpio blasón” y algunos otros barroquismos que harían palidecer al mismo.
Entretanto, en el corroído hotel Granada, el recoge-latas José Chacín se levanta sobresaltado y abre los ojos, como disipando un sueño, mientras sus compañeros de hotel, Rafito Inciarte -malandro sin oficio- Juana Puche –rebuscadora- y Brixio Concho -cuidador de carros- terminan de comer la que será su única comida del día, plátano maduro con queso rallado, juntos desde luego, y por siempre, con las esplendentes miradas y sonrisas de los huéspedes ilustres, que quedaron atrapados en el gran hall principal. Apenas traspone la cuenca de sus ojos la mirada de José Chacín, cuando Enoe Medrano desaparece en el acto de los predios de la calle Carabobo, y comienza a entrar aspirado como el humo en el marco de madera de la puerta principal del viejo hotel Granada, donde siempre descansaba, a esperar que alguien lo vuelva a soñar. José Chacín entretanto sobresaltado, ayudado por sus amigos, se repone de la pesadilla alienante que ha soñado, les confiesa que era un muerto que levitaba en Bella Vista. Sus amigos se sonríen y le gastan algunas bromas.
Enoe Medrano comienza ya a sentir cómo va desapareciendo, cómo va pasando de sueño líquido soñado por José Chacín, a la angustia de la sombra; va dejando ya este mundo y el esplendor de aquel hotel, sin saber hasta el momento por qué su alma escogió el camino de los indios muertos.
Yoluja, como es ahora, se entristece y se conduele al constatar por sí mismo lo que quedó de aquella radiante ciudad. Fragmentos dispersos, sombras inconclusas, anhelos de mampostería, sonrisas de media agua. Ahora es solamente un lugar de compra-venta. Sin embargo, puede verse en los ojos de las gentes el espíritu indomable de aquel afán de belleza.
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