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La Promesa

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Había prometido a su hijo que encontraría al niño tal como lo dejó, sin importar el tiempo que le tomara el viaje.

Cuarenta años antes, él también había emigrado por el mismo motivo: alguien le contó que más allá del mar había un lugar sin hambre.

Estiró la mano tanto como pudo. Octogenario, el equilibro era otra de las facultades perdidas. Embistió contra el pequeño frasco. La silla, demasiado endeble, chillaba bajo sus piruetas. Sus dedos torpes despidieron al abismo el vidrio que desangró la salmuera, y que dejó que las aceitunas se refugiaran en los surcos que dividen las baldosas.

El instinto hizo que volteara a ver al niño, quien seguía allí con su carita de ángel, embellida aun másante los ojo del viejo, delviejodebido al esfuerzo dde cazar las aceitumas. Bajó con cuidado para no pisar los fragmentos filosos Puso el pie evitando el líquido salino y llenó su puño izquierdo de las aceitunas liberadas; las llevó al fregadero y las bañó con un chorro generoso que salía sin resistencia, quizá para alargar el tormento que su ausencia causó la semana anterior, que tantas veces lo hizo maldecir en piamontés.

Comió las olivas desabridas, mordiéndolas lentamente y jugando con los huesos más gustosos, hasta que no quedaba en ellos ni rastro de la pulpa. Era su mayor placer, y se recreaba en cada una porque era el último frasco y estaba complacido con el resultado. La casa era enorme, la distancia entre la cocina y la sala era ideal para apreciar la belleza de aquel ángel. Buscó peinarlo como lucía Doménico Savio, de quien su madre era tan devota. Su nieto se iba pareciendo más y más al retrato que presidía la casa de su infancia, en Cocconato, a donde nunca volvió.

Contra la norma, el niño santo no tenía la melena rubia ni los ojos azules, tampoco el que permanecía allí sentado. Este evidenciaba los rasgos caribeños de su madre: el cabello negro, la tez cobriza, los ojos castaños. Se había transfigurado en el beato. No podía verlo sin recordar a su nuera. Ella se había ido al Perú porque no aguantaba las carencias de aquel país exangüe. Se fue con la promesa de un retorno que jamás ocurriría. Otros cuerpos enjugaban el sudor en su piel trigueña.

Su hijo se resistía a emigrar, lo hizo huyendo de los chismes que llegaban de Lima y empujado por las calamidades cotidianas. Justo en el sillón donde su nieto se posaba perfecto, los vio despedirse. Le escuchó decirle al niño que el abuelo lo cuidaría porque él iba de viaje, pero que pronto volvería a buscarlo. Lo besó, se abrazaron y lo acompañó a llorar toda su vergüenza. Tomó su rostro inundado con ambas manos y le prometió: «Allí sentadito lo vas a encontrar».

Volvió del aeropuerto por la avenida Perimetral. El golfo que lo sorbía era su única patria: no escogió dónde nacer, pero sí dónde morir. En compensación, su hijo ocuparía el palmo de tierra que le esperaba en el Piamonte. Condujo por la avenida como otros tantos ancianos que salían obligados por las diligencias que ya nadie más haría por ellos.

El niño, en el asiento de atrás, miraba hacia la otra costa, desolado. Le recordó al santo.

Esa mirada se fue haciendo más profunda. Era demasiado tranquilo y su quietud se acentuaba con los días. Él pensó que estaba apagado por la tristeza de ver partir al padre, luego llegaron las mañanas en las que no quiso levantarse. Los médicos dijeron que ya no había tratamiento para aquel mal y que los especialistas se habían ido del país.

La larga noche había terminado. Estaba satisfecho. Su hijo encontraría el ángel allí, tal como lo dejó, hermoso como la imagen del niño santo que tuvo que venerar durante su infancia. Había hecho una promesa a su hijo, y aplicaría masajes, enjuague bucal, lociones de baño, pegamento, resinas y barnices para cumplirla. La sellaba mordiendo la última aceituna que aún conservaba algo de carne.

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