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- Quim Ramos
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Leí la noticia en el periódico mientras desayunaba huevos con jamón. Mi abuelo, el gran director, había muerto. Lo sorprendió un infarto durante el rodaje de la que prometía sería su obra maestra.
Hasta aquí la transcripción de un cuento comenzado en Caracas hace dos semanas. Un encargo de mi amiga la escritora merideña Margarita Querales. El disparador del cuento eran unos carteles que colgaba en la puerta de su casa, allá en Antofagasta, una vecina chiflada de Margarita. Yo me apropié de “Tu abuelo murió chambón”. Así, sin coma vocativa.
Ahora, dos semanas después, cuando lo he querido retomar, no soy capaz de recordar de qué iba el cuento, qué me proponía. Recuerdo, sí, la inspiración: la lectura de Sławomir Mrożek. Tal vez si doy con el cuento que actuó como detonante consiga recordar por dónde iban los tiros.
Espérenme tantito.
Dejo de escribir, me levanto y voy al cuarto. Entro con mil precauciones puesto que Rosa Inés duerme. Ah, mi bella durmiente se convertiría ipso facto en un ogro perverso si osara despertarla. Nunca he logrado entender como es que sus propios ronquidos no lo logran. En todo caso entro con pies de plomo, reduzco al mínimo la respiración y me acerco a mi pequeña biblioteca. Agarro el libro y con pasos de cervatillo abandono el cuarto. Me siento en mi silla de siempre en el comedor, abro el libro y casi de inmediato doy con el relato que buscaba. Lleva por título “El artista”. Lo leo y… no saco nada en claro. Lo vuelvo a leer, me sumerjo entre sus palabras en busca de la chispa que produjo el arrebato creador y no encuentro nada. Cierro el libro y me quedo un rato largo con la mirada perdida en el ventanal de la sala. La mirada, si tuviese cuerpo, estaría ahora mismo con la frente apoyada sobre el cristal en actitud de derrota. Hace frio. 0 grados según el móvil. No ayuda la sensación de un millón de alfileres helados clavándose en el cuerpo. Sin embargo, se me ocurre dar un paseo. Tal vez un paseo me ayude a recuperar la memoria de este cuento desvanecido. Se tratará de un paseo walseriano, un paseo que iniciaré con el único propósito de encontrar las musas perdidas, huidas o qué se yo.
Me visto o, para decirlo con más propiedad, me atiborro de suéteres, chaquetas, medias, gorros, bufandas, guantes y abandono la placidez de la cueva familiar. En la calle me reciben ráfagas de aire helado. No había contado yo con el endiablado viento del Vallés Occidental. Más le vale a las malditas musas aparecer pronto, pienso mientras avanzo con dificultad por las solitarias aceras. De más está decir que nunca he visto a las musas, nunca me han visitado. Este escrito lo comprueba. Las imagino voluptuosas pero etéreas, de piel nívea, rostros lladró y, no sé por qué, hermosos y delicados pies, cubiertas con vestidos vaporosos, casi traslúcidos, tras los cuales se pueden adivinar cuerpos de sutiles curvas, volando por los aires con gráciles piruetas en busca de escritores en problemas, bloqueados, hastiados, desmoralizados. Desde luego, con este viento endemoniado se van a ir a tomar por saco, las musas. Aquí no hay quien vuele. Yo, por mi parte, sigo avanzando con gran dificultad, rasgando el aire que vuelve a cerrarse detrás de mi en un continuo sólido y helado. Los árboles húmedos y negros se mecen, sus ramas desnudas, como garfios crujientes, se inclinan prestos a capturarme. Dejando la poesía a un lado, la estoy pasando fatal y estoy pensando seriamente regresar a casita y olvidarme de las musas y del cuentico de mierda.
Estoy a esto de maldecir a Margarita Querales cuando me topo con un cartel colgado en lo alto de un poste de luz en el que puede leerse: ¿Se murió su abuelo? Llámenos. Y luego un número telefónico. Fantástico. Como anillo al dedo. Anoto el número y sigo mi penoso avance. Decido ir hasta la biblioteca. Son las seis de la mañana y es domingo. Está cerrada, por supuesto. No importa. Me siento en un banco de la plaza y dejo que el aroma misterioso de los libros encerrados allí adentro me envuelva. Luego marco el número del cartel.
¿Diga?, oigo una voz grave y ronca que me resulta conocida.
Llamo por el anuncio.
Hola Jordi.
¿Quién habla?
Zopenco, soy tu abuelo.
¿Abuelo? Pero ¿tu no estabas muerto?
Pedazo de imbécil, ¿te parece que estoy muerto?
Pero en el periódico decía…
Seras tonto. No cabe duda de que sigues siendo un badulaque. No se puede ser más bobo, de verdad. Yo no me explico cómo has sobrevivido hasta ahora. Pero eres mi única esperanza. Necesito tu ayuda. Que Dios me agarre confesado.
Tu no crees en Dios, Abuelo.
Cállate y escucha, retrasado. Estoy metido en un berenjenal. Hay una loca en mi calle que se la pasa colgando carteles en la puerta de su casa. En principio, a mi los desvaríos de esa esquizofrénica me tienen sin cuidado. Pero el último cartel que ha colgado me atañe directamente a mi y eso sí que no lo puedo tolerar. Este cartel en específico dice textualmente: Tu abuelo murió pajero. Así, sin coma. Como entenderás, yo no me quiero morir. Y desde luego no soy ningún pajero. Sin embargo, si hay que morir, unos se muere. ¿No? Total, todos nos vamos a morir. Pero al menos yo quisiera morir con dignidad.
¿Y yo cómo puedo ayudarte, abuelo?
Muy sencillo, muchacho atolondrado. Tienes que apersonarte en la casa de la loca y destruir el cartel.
¿Apersonarme?
No ten enteras de nada, Jordi. Sí, apersonarte. Hacerte presente. Llegarte hasta la casa de la desdichada lunática y destruir el cartel.
Pero si hace años que no sé de ti. Ni siquiera sé en dónde vives.
De eso no re preocupes. Ahora te mando por guasap la ubicación de la loca.
¿Y de qué sirve que destruya el cartel? ¿Y cómo un cartel puede matarte? No entiendo nada.
No, si ya sé que no entiendes nada. Nunca entiendes nada. Mira, tu no te preocupes, deja la preguntadera y haz lo que te digo. Y Jordi…
¿Sí, abuelo?
No me falles.
Y colgó.
Me quedé mucho tiempo pensando en esta extraña conversación. El viento había arreciado y me vapuleaba sentado en el banco solitario frente a la biblioteca de la que ya no salían efluvios literarios, el vendaval se los había llevado a quién sabe donde. Entonces llegó el mensaje de mi abuelo: Virrey Olaguer y Feliú 2152, Olivos, Provincia de Buenos Aires, Argentina. Me habría gustado tener un espejo encima y así ver la cara de estupefacción que puse al leer el mensaje. Más que nada para reírme un poco, de mi mismo o de lo que fuese, frente a esta situación tan absurda y molesta. Es decir, que mi abuelo, del que no sabía nada en años, el que abandonó esposa e hija y desapareció, del que apenas recordaba un rostro cuadrado de carnes flácidas, pretendía ahora que cruzara medio planeta y destruyera un cartel colgado en la fachada de una casa en una calle de Buenos Aires. Había que tener cojones. Y los tenía, el cabrón, porque sabía muy bien que no me negaría, que le haría el mandado, por decirlo de alguna manera. Yo era tan tonto como él decía
Volví a casa bajo el influjo de un crepúsculo cadavérico que parecía querer tragarme. Rosa Inés ya había regresado de su trabajo en el restaurante. Le conté sobre la llamada del abuelo. Omití lo del cartel. Le dije, en cambio, que mi abuelo estaba enfermo, que deseaba poner en orden sus asuntos y que me necesitaba a su lado para auxiliarlo en sus últimos momentos. La expresión de la cara de Rosa Inés de mis dolores era confusa. No sabía yo si se tragaba el cuento. Notaba cierta suspicacia en el brillo de sus ojos. Fue apenas un segundo. De inmediato perdió el interés y puso cara de fastidio. Tal vez te deje algo, dijo y se fue a duchar.
Fue así como me embarqué rumbo a Buenos Aires. Doce horas de vuelo en un avión configurado para enanos. Mis rodillas rozaban el asiento de adelante, la mesita se desplegaba tan solo hasta la mitad, trabada por mi panza, así que tuve que comer con los platos sobre mi regazo y hacer artes de malabarismos para no derramar la cocacola. A mi derecha, en el asiento del pasillo, viajaba una viejecita con problemas de movilidad a la que no tuve valor de importunar con mis necesidades fisiológicas, así que estuve doce horas sin ir al baño. A mi izquierda, en el asiento de la ventanilla, una matrona venezolana con un bebe de año y medio se pasó medio vuelo peleando con la joven del asiento delantero porque esta pretendía inclinar el asiento para dormir. La matrona era completamente indiferente al simpático homúnculo que tenía entre brazos que, si no estaba berreando como un poseso, se entretenía intentando arrancarme las gafas de la cara. No sé cuántas veces vino la azafata para mediar en el conflicto territorial. En una ocasión, incluso, me pidió, por favor, que le cediera mi territorio a la sufrida madre, a lo cual, en un rapto de masoquismo irracional, me negué rotundamente. Doce horas, repito.
Llegué a Buenos Aires roto y con unas incontenibles ganas de mear. Luego de esperar mi maleta durante cuarenta y cinco minutos en la cinta de recogida, dando saltitos de desesperación, tuve que admitir que se había extraviado. En el mostrador de la aerolínea una mujer con cara de estar harta de tantas quejas y reclamaciones me explicó, luego de mucho teclear en la computadora y luego de muchas llamadas telefónicas, que debido a la distracción de un empleado la maleta se había ido en un vuelo con destino a Singapur y no podía precisar cuándo estaría de vuelta. Me pidió un número telefónico. Le avisaremos en cuanto llegue la maleta, dijo. No puedo recibir llamadas, solo Whatsaap, dije. Lo siento, solo podemos comunicarnos con usted a través de su línea telefónica. Frente a mi silencio agregó: Le recomiendo que vuelva en un par de días y pregunte por su maleta. Con suerte ya estará aquí. Esto último lo dijo cruzando los dedos de ambas manos, un gesto que me pareció irónico. No discutí más. Corrí hasta el baño más cercano y eché una larga y orgásmica meada.
Salí del aeropuerto y cogí un taxi. Con la vejiga vacía me sentía un poco menos infeliz. Le pedí al taxista que me llevara a Flores. ¿A qué parte de Flores?, preguntó. En ese momento pensé en Cesar Aira. Estaba en su país, en su ciudad. ¿Sería por eso que, casi sin pensarlo, le dije al taxista que me llevara a Flores cuando, ajustado a mi objetivo, debería ir a Olivos? ¿Conoce usted al escritor Cesar Aira?, pregunté sin esperanzas. ¡Qué si lo conozco!, respondió el taxista. ¡Si hasta escribió un libro sobre los taxistas de Buenos Aires! ¿Cómo es que se llamaba? Ah sí, Todo rasca la nada. Un cuentito muy extraño. Yo, la verdad, no lo entendí demasiado. Pura invención, supongo. ¿Y conoce alguno de los cafés en los que suele escribir? ¿Qué si los conozco? Todos y cada uno de ellos. Pues llévame al que usted prefiera. ¿No llevará usted un maletín con cien mil dólares, por casualidad?, dijo soltando una risa seca y cortante. Yo guardé silencio, pensando en mi maleta perdida, y en cuanto el taxi se puso en movimiento me quedé dormido. Un sueño profundo, negro, sin imágenes. Una muerte pasajera que me privó de imágenes. Una desaparición momentánea del ego. El limbo, el desapego, la inconsciencia.
Cuando abro los ojos estoy en el interior de un local. No estoy seguro si se trata de una farmacia o un café. Es confuso. O soy yo el que está confundido. Es cierto que hay mesas y que las mesas están ocupadas por personas que beben café o cerveza o vino y que comen pasteles o sándwiches. Pero también es cierto que las paredes están cubierta por anaqueles de madera en cuyo interior, tras vidrios de impoluta limpieza, parecen descansar el sueño de los justos antiguos tarros de medicina. Una farmacia bar, tal vez. Me acerco a la barra y pregunto por Cesar Aira. Por toda respuesta recibo un gesto de fastidio de la chica que atiende, seguida de una estruendosa carcajada que a mi, personalmente, me pareció más histérica de lo aceptable, De inmediato se puso seria y con tono grave dijo: Cesar Aira no existe. ¿Cómo que no existe? ¿Y todos esos libros? ¿Y el tipo que sale en las fotos, que recibe premios y responde todas esas entrevistas con su voz monocorde de hipnotizado? Otro pelotudo más, dice con ternura la chica tras la barra mientras seca una copa con un trapo sucio. Mirá, los libros, continúa, los escriben un matrimonio de viejitos del barrio y el que vos conocés, ese tipo con cara de tonto que da las entrevistas, aparece en las presentaciones y recibe los premios, es un vendedor inmobiliario que vive en una casita vieja y destartalada, empotrada entre dos edificios, muy cerca de aquí. Esperá, ya sé. Te preguntás por qué, qué sentido tiene todo esta artimaña. A santo de qué tanto enredo. No es por dinero. Aira no vende mucho, no es un bestseller. Los viejos sobreviven con la traducción. Entonces, qué es, te preguntás. Muy sencillo: Es una acción surrealista, una tentativa de cuestionar el poder, de dejarlo en evidencia, de mostrar su esencia paródica, su hipocresía intrínseca, su desmedido afán de lucro. En fin… La chica detrás de la barra se aleja y yo hago algo que Rodrigo Fresan nunca escribiría: Giro sobre mis talones y salgo del local.
Ahora hago lo que suelo hacer siempre con cierta pericia: deambular. Así que deambulo por las calles de Flores. Hace calor. Camino con una ducha de agua hirviendo sobre mi cabeza. Qué líquido claro y salado voy dejando en las veredas como una babosa que avanza sin rumbo. Así, caminando sin ir a ningún lado, me topo con la vieja y deslucida casita empotrada entre dos edificios. Toco la puerta. Pasa el tiempo. La tarde se desploma. En su lugar se instala la noche vaporosa. Cuando pienso que ya nadie va a atender mi llamado, se abre la puerta y aparece Cesar Aira. Antes de que pueda yo hablar, dice: No doy autógrafos, no firmo libros, no respondo preguntas. De hecho, no acepto visitas. Yo solo quiero comprar un piso, digo. Pase adelante, dice.
La pequeña casa asfixiada entre dos edificios resulta, por dentro, inmensa. Sigo a Aira por una interminable red de pasillos que se entrecruzan y que parecen proyectarse sin orden ni concierto y no dirigirse a ninguna parte. Puede decirse que son pasillos que deambulan sin objetivo. Algunos oscuros y siniestros y sin embargo cálidos, otros bien iluminados, como los de una clínica, fríos y acepticos y como muertos. De tanto en tanto pasamos frente a puertas entre abiertas tras las cuales pueden verse habitaciones polvorientas, llenas de cachivaches, habitaciones rugientes, revueltas, al borde de la nausea. Pero también habitaciones vacías hasta la pulcritud. También la habitación de una princesa del tamaño de una Barbie (la princesa), una princesa que embrolla los asuntos reales hasta causar una guerra, o una habitación en la que dos payasos (¡válgame Dios!) comen hasta el hartazgo y beben hasta el coma etílico, o una habitación en la que ruge eternamente un viento despechado. Todo tan extraño, tan poético para ser la casa de un simple vendedor inmobiliario.
Finalmente el pasillo por el que avanzamos termina a los pies de una escalera de piedra que asciende en espiral a lo alto de una torre. Subimos. Cada tanto se abre en la pared una aspillera como una lágrima de aire en la roca rugosa y vieja. Echo un vistazo. Puedo ver 800 hectáreas de jardines espléndidamente diseñados, parterres geométricos hasta donde alcanza la vista, esculturas, estanques, fuentes, caminerías salpicadas de rosales, jacintos, narcisos, lirios, peonías, margaritas, geranios, todo rodeado por un apretado bosque de robles, hayas, castaños de indias, tilos, olmos. Aquel vasto jardín, aquel extraordinario delirio de los reyes confluye en una explanada sembrada con 148 tulipanes de más de treinta metros de altura detrás de la cual se extiende un enorme estanque de aguas pulcras e imperturbables.
Hermoso, ¿verdad?, dice Aira.
Asiento.
Pues es todo falso. Una entelequia. La invención de una mente embrollada.
Este diálogo se lleva a cabo, gracias a una muy pertinente elipsis narrativa que me ahorra muchos pormenores y palabras, en lo alto de la torre, en una habitación extrañamente sin ventanas, las paredes de piedra cubierta de anaqueles llenos de libros, sentados Aira y yo en unos toscos bancos de madera, entre nosotros una mesa de piedra blanca.
Entonces, si he entendido bien, usted quiere comprar una casa.
Sí. Una casa en Olivos. Pero le adelanto que la casa que quiero no está a la venta.
Eso es lo de menos puesto que yo no soy exactamente un vendedor inmobiliario. Pero no se preocupe. No soy un novato en estos asuntos, mucho menos un embaucador, un vende humos. Si usted quiere comprar una casa, yo le vendo una casa. Aunque no esté a la venta. Incluso, le diré que si no está a la venta mejor porque aquí entramos en los terrenos de la ficción en los cuales me muevo como pez en el agua.
Entonces es usted escritor. Es usted quien ha escrito todos esos libros que se le atribuyen.
Pues claro.
¿Y los viejitos?
Ah, veo que ha estado en La Farmacia y ha hablado con Camila. Mire usted, mis viejitos rosarinos son una distracción, una manera de desviar la atención sobre mi.
Pero es usted el que da la cara, da entrevistas, va a congresos, presenta los libros. No lo entiendo.
No voy a tratar de explicárselo. No tiene explicación. Es un juego. Me divierto.
De pronto, Aira da un manotazo sobre la mesa y se pone en pie con una violencia y agilidad que me deja sorprendido, puesto que por lo general se mueve con apatía, con la languidez de una pereza meciéndose entre las ramas de un árbol. Ahora, en cambio, se dirige con rapidez y decisión hacia una puerta que yo no había visto antes. La abre. La madera cruje y los goznes chirrían. Una nube de polvo se materializa, tomando la forma del marco de la puerta. Una mesa que me resulta familiar obstruye el paso. En ella dos ancianos conversan. Cuchichean, más bien, las cabezas muy juntas, como contándose secretos, conspirando. Los viejos se quedan mirando a Aira que parado frente a ellos les devuelve la mirada sin inmutarse. Desde la perspectiva de los dos viejos, pienso, podría parecer una blanda estatua que, sin embargo, irradia cierto poder de convencimiento. Tanto así que los viejos se paran, apartan la mesa y nos dejan pasar.
Cuando cruzo el umbral entiendo porqué la mesa me ha parecido familiar. Nos encontramos en La Farmacia, el extraño bar en el que había estado antes. Allá está Camila. Vaya a hablar con ella. También es escritora. Le prevengo: No es lo que parece. Yo regreso en unos minutos, dice Aira. Y efectivamente, tras el mostrador veo a Camila, secando con el mismo trapo sucio lo que muy bien podría ser el mismo vaso que secaba unas horas antes. Aira sale del bar y yo me quedo viendo a Camila. Absorta, tiene los ojos anclados en algún punto de la rugosa tabla de la barra. Seca el interior del vaso con movimientos circulares y mecánicos del trapo, movimientos repetidos una y otra vez durante años en los que ya no se piensa y, por ello, adquieren cierta autonomía, una libertad falsa después de todo porque está amarrada a la rutina y a la necesidad. Camila parece triste. Su cara resplandece. Sus ojos hacia el abismo brillan. Sus labios, levemente carnosos y húmedos, tiemblan. Las manos que sostienen el vaso y el trapo parecen largos y finos filamentos de harina. El pelo corto y despeinado cae como grandes hojas de plátano sobre la frente. Comienzo a sentir cómo se abre un vacío en mi pecho, un huequito que cosquillea. Decido acercarme. Pero entonces ella levanta la mirada y me ve. Entonces su cara se transforma. La piel de los pómulos se tensa. Los labios se abren en un rictus que, como un agujero negro, quisiera absorberlo todo. Sus ojos se abren y crecen tanto que amenazan cubrir toda la cara. Deja caer el vaso que se estrella contra el suelo, lanza el trapo sobre la barra y corre hacia mi. El huequito en el pecho se llenó de inmediato con palpitaciones encabritadas. Di un paso atrás por puro instinto de conservación y, estoy casi seguro, cerré los ojos cuando se me echó encima, resignado a morir. Volviste, boludo, volviste, me susurró al oído, sus labios rozando mi oreja, mis cuerpos cavernosos temblando de gozo allá abajo. Luego se separó, puso sus manos sobre mis hombros y dijo: Estoy sobrepasada de trabajo. Es la hora pico y necesito que te encargues del bar. Tengo que ausentarme, pero prometo volver pronto. Juntó sus labios con los míos y luego se alejó hacia la salida. Se detuvo, se dio la vuelta y agregó: Por cierto, te vi con Aira. Ten cuidado con ese tipo. No es de fiar.
Después de que Camila se fuera, miré a mi alrededor. No había nadie en el bar salvo lo dos ancianos que ahora jugaban al ajedrez. Di una vuelta por el local. Detrás de la barra me detuve frente a la máquina de café, un artilugio incomprensible lleno de manillas, tubos, botones, perillas, válvulas. Tal vez si consultaba a Google o a Gemini… Pero, ¿para qué engañarme? Yo nunca sería capaz de extraer de ese infernal armatoste ni una miserable gota de agua. Inspeccioné los grandes frascos de vidrio, pero no vi en ellos nada que me interesara. Sopesé la posibilidad de servirme un trago de whisky, pero, finalmente, decidí ocupar una mesa lo más lejos posible de los ancianos. De pronto, se me echó encima el cansancio acumulado luego del largo y estresante viaje. En mi cabeza se empozó una sustancia densa que endureció los pensamientos. Mis párpados pesaban toneladas y caían sobre mis ojos. Apoyé los brazos en la mesa y la cabeza sobre ellos dispuesto a dormir allí mismo, pero mi cuerpo se fue ablandando hasta convertirse en una masa escurridiza que se fue deslizando de la silla hasta extenderse en el piso sucio del bar. Da igual, me dije, y apoyando la cabeza sobre el brazo, me dormí.
Pasos. Reguero de pasos. Murmullos. Hilo musical de palabras amontonadas. Chirrido de sillas. Tintineo. Cubiertos y porcelana. Vidrio también. No es un sueño. No estoy soñando. Abro un ojo, el que está más cerca del suelo. ¡Qué vergüenza! El bar hierve de gente. Y yo echado en el medio, quien sabe si roncando, además. Típico de mi, generar una situación en la que me convierto en el centro de atención. ¿Dónde estará Camila? ¿cuando volverá? Trato de convencerme de que ella podría salvarme de esta situación bochornosa.
Noto que la clientela me observa disimuladamente. Se mantienen a la espera con una actitud respetuosa, como si temieran despertarme. Entonces soy yo el que debe actuar. ¿Pero cómo? Tal vez lo mejor sería levantarme de forma natural, tal vez desperezarme (después de todo estaba durmiendo) y dirigirme como si tal cosa a mi puesto, o al que imagino debe ser mi puesto, detrás de la barra. ¿Y luego qué? Supongamos que soy capaz de controlar la enorme vergüenza que me aplasta contra el suelo y me levanto, sonrío a diestra y siniestra, saludo y comienzo a trabajar como si no fuera conmigo. Pero es allí en donde se presenta un segundo problema, si se quiere, aún más difícil de resolver. Desconozco el funcionamiento interno de un bar. ¿Cómo se sirven los tragos? ¿Cuales son las medidas de los cócteles? No sé servir una mesa, anotar los pedidos. ¡Y la comida, por Dios! ¿Qué se prepara aquí? Y, más importante si se quiere, ¿cómo se prepara? Y aún si supiera, yo solo no podría llevar a cabo todas esas tareas. Lo mejor será hacerme el dormido. No sería la primera vez que lo hago. Así puedo enterarme de lo que la gente habla de mi. Pero qué podría hablar de mi este grupo de personas. No me conocen. Estarán más interesados en que me levante y me ponga a trabajar de una buena vez. Entonces llegamos al punto de partida. Hemos dado un giro de 360 grados. Estamos como comenzamos. ¿Cómo hago para levantarme? ¿Cómo me quito la vergüenza de encima? No puedo fallarle a Camila. Pero un momento, vamos a ver, ¿por qué no puedo fallarle a Camila? Apenas la conozco. Ni siquiera me preguntó si quería encargarme del bar. Simplemente se fue y me dejó allí, sin derecho a réplica. Podría levantarme y salir. Una vez afuera sería libre, habría dejado la vergüenza atrás y podría seguir con mi vida, buscar la casa de la loca de Olivos, destruir el cartel y volver a casa, a los brazos cálidos de Rosa Inés. ¿Y si está muerto?, una voz ronca y grave llega hasta mi proporcionando un giro en los acontecimientos. No, muerto no está. Hace rato lo vi hurgándose la nariz, dice otra voz a mis espaldas. Podría ser un infarto, dice una tercera voz. Y una cuarta: ¿Hay un médico aquí? Silencio. Entonces, intuyendo que este es mi momento, hago mi entrada triunfal, la que (creo) me sacará de este embrollo absurdo o, al menos, correrá la arruga, cambiará el escenario de mis problemas. Me llevo las manos al pecho y suelto un desgarrado alarido de dolor. El bar da un respingo. Algarabía general, gritos, carreras, sillas que se arrastran, vasos que se rompen, mesas volcadas.
La ambulancia llega pronto. Los sanitarios se arrodillan frente a mi y me rodean como discípulos frente al maestro, pero estos se dedican, no a escucharme, sino a meterme mano, auscultarme, inyectarme, revivirme aún cuando no tengo nada salvo esta vergüenza suprema. Intento entorpecer su labor sanadora agarrándolos de sus chalecos, diciéndoles una y otra vez sáquenme de aquí, sáquenme de aquí. Lo que sucede pronto puesto que llegan a la conclusión, vaya a saber la razón, tal vez por pura costumbre, de que he sufrido un infarto y deben trasladarme con urgencia a un hospital.
Allá vamos a toda velocidad por las calles de Buenos Aires, las sirena ululando con una histeria innecesaria, las luces rojas taladrando una ciudad oscura, ajena y muda que apenas se deja ver a través de los vidrios sucios de las ventanillas traseras de la ambulancia. Vamos dando bandazos, la sirena ulula, Buenos Aires se desvanece en un parpadeante rojo y a mi me da por pensar en el abuelo. Qué diría si me viera ahora mismo. Quedaría ratificada su opinión sobre mi. No lo culpo. Pobre viejo malnacido. Qué me cuenta. Hago lo que puedo. Perentorio es, ahora, buscar la manera de salir de esta ambulancia en la que me he metido para salir de un bar en el que pasaba una vergüenza atroz. Desde que inicié este insensato viaje no hago más que salir de un problema para meterme en otro. Esa parece ser la constante. Yo, que me he ido a esconder en ese rinconcito perdido del Vallés Occidental con el fin de simplificar mi vida, de llevar las complicaciones de la vida cotidiana al grado cero, me veo ahora metido en un berenjenal tras otro. No se me ocurre otra cosa, entonces, que implorar a esas musas mías voluptuosas e inexistentes, pedirles que iluminen mi mente (me vale la luz temblorosa y fugaz de una cerilla) y me den la solución que yo mismo soy incapaz de encontrar.
Sabiendo que las musas no van a venir a salvarme me pregunto, entonces, qué haría Aira en una situación como esta, él que constantemente crea problemas a sus personajes, problemas aparentemente irresolubles o de difícil solución, pero de los que sale siempre con tal elegancia y gracia y la narración fluye con tal naturalidad que a uno no le queda más remedio que admitir que esa y no otra es la continuación natural de las extravagantes peripecias que estamos leyendo. Pero no puedo ir muy lejos en mis cavilaciones airanas puesto que en ese momento la ambulancia da un bandazo terrible, gira sobre su eje con chirrido mortal de sus neumáticos y justo antes de que choque contra lo que vaya a chocar las puertas traseras se abren y la camilla sobre la que estoy acostado sale disparada fuera de la ambulancia.
Es curioso lo rápido que puede desplazarse una camilla de hospital si se dan las circunstancias adecuadas. La mía era un bólido metálico de ruedas endebles que vibraba y crujía y parecía conocerse muy bien las calles de Buenos Aires. También le noté, luego que se comiera tres semáforos en rojo, cierta inclinación al suicidio. Y una pizca de instinto asesino cuando por muy poco no se llevó por delante a un par de ancianos que cruzaban un paso de peatones con la característica lentitud de unos cuerpos arruinados que no quieren llegar al final del camino. En fin, mi camilla parecía saber a donde se dirigía. Y yo amarrado a ella me dejaba llevar, resignado a lo que el destino me deparara
El destino no pudo ser más desconcertante porque, como si la camilla hubiese decidido por voluntad propia poner fin a tantas estupideces o como si el malvado espíritu de mi abuelo, cansado él también de las ineptitudes de su nieto, la poseyera y tomase el control sobre ella, la camilla se detuvo frente al 2152 de Virrey Olaguer y Feliú en Olivos. Desde mi posición horizontal, alzando un poco la cabeza, pude ver el bendito cartel pegado en el ángulo de una ventana. Y efectivamente estaba escrito en él, sin coma, lo que mi abuelo había dicho que estaba escrito: “Tu abuelo murió pajero”. También pude ver tras la cortina que cubría la ventana, apenas entre abierta, unos ojillos que me escrutaban. Unos ojillos melancólicos que parecían protegerse de la realidad detrás de los cristales multifocales de unas gafas de pasta negra. La cortina se cerró de pronto Pensé que la vecina loca me había visto y a saber qué se le ocurría hacer ahora con aquella extraña presencia que era yo frente a su casa, una presencia que confirmaría su esquizofrenia y de la que lógicamente querría deshacerse. Pero mi sorpresa fue grande cuando unos segundos después se abrió la puerta de la casa y quien salió por esa puerta no fue la vecina loca de los carteles sino mi amigo el escritor venezolano Luis Garmendia, sobrino de esa vaca sagrada de la literatura venezolana que fue Salvador Garmendia con el que siempre mantuve una relación lector-escritor bastante turbulenta. Iba vestido de manera más bien pop: zapatos de gamuza roja, bluejeans, una chaqueta de cuero verde oliva, una bufanda dorada con estampados negros que le colgaba del cuello y caía sobre su pecho y por la que se podía entrever una camisa amarilla y sin botones, y finalmente encajado en la cabeza una boina escocesa negra pero con reflejos sonrosados que le caía sobre esos ojos nostálgicos parapetados tras las protectoras gafas de pasta negra. Una sonrisa más bien maliciosa marcaba sus labios y llevaba un pequeño libro entre las manos. No tuve que ver la tapa para saber de qué libro se trataba. Fue una revelación instantánea que me mostró la verdadera razón de este insensato viaje que había emprendido. No se trataba del cartel ni de mi abuelo que estaba bien muerto como la noticia del periódico me había confirmado. El libro que Luis Garmendia llevaba entre las manos era “Trilogía” de Milita Molina, autora de culto, prácticamente descatalogada en Argentina, inencontrable fuera de ella y con la que yo llevaba tiempo obsesionado. En ese momento recordé que le había pedido a Luis que me lo consiguiera en Buenos Aires y me lo hiciera llegar a mi Vallés Occidental. Tarea harto difícil la que le impuse a mi amigo y que ahora culminaba de esta manera tan extraña.
Aquí tiene su libro, dijo tirándolo sobre mi barriga prominente. Y agregó dándose la vuelta: Y no fastidie más.
Bastó que entrara a la casa y cerrara la puerta para que en la esquina asomara la ambulancia traqueteando como cien latas cayendo por unas escaleras, la sirena ululando con el esfuerzo apagado de un asmático y el radiador echando humo. Se detuvo frente a mi, los dos sanitarios se bajaron, cogieron la camilla, me llevaron a la parte trasera, abrieron la única puerta que le quedaba y me metieron de nuevo en el interior. Arrancamos. La ambulancia corcoveaba como una yegua encabritada. Avanzaba penosamente en dirección al hospital mientra yo veía de reojo el libro de Milita Molina que aún seguía sobre mi barriga y pensaba, seriamente, sin atisbo de ironía o peor aún, de sarcasmo, en las vueltas que da la vida.
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