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- Sebastián G. Sierra
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Las nubes corrían como caballos ciegos sobre los edificios. Una tormenta venía en camino.
En el horizonte, la ciudad se deshacía bajo una cortina líquida. Un par de edificios emergían aún, suspendidos sobre el abismo. Y luego, solo gris. Como si el mundo se hubiese volcado y se estuviera derramando por el borde.
A un costado del cielo, el sol se hundía como una herida brillante, emanando una luz maniaca y desesperada. Yo estaba en la sala del apartamento de M., tratando de ignorar el llanto que salía de su cuarto. A mi lado estaban J., una chica menuda y asustada, compañera de M., y S., su novio, un estudiante de lenguas cuya cara parecía venir con una risa de fábrica.
No era un llanto pero creció como si lo fuera, era un quejido arrastrado, como el de un perro que ya no quiere vivir. Tomé un trago de whisky.
J. murmuraba algo. S. parecía rebatirla. O no. Su rictus seguía ahí, fijo, como si la risa de fábrica se le hubiera atascado. Contrastaba con J., que parecía hecha de tristeza. En ese momento estaba a punto de llorar también. Rogué que no lo hiciera. No podía con dos llantos al mismo tiempo.
Pensé en las mujeres del otro cuarto: la madre de M., su hermana, las tías. Y A., mi novia. El papá de M. debía estar afuera, dando vueltas, buscando ayuda o algo más violento.
Un trueno lejano partió el cielo. Le di otro trago al vaso. La sala se apagaba por momentos. Un rayo naranja cruzaba el pasillo y dibujaba una línea oblicua sobre la pared.
—Está muy oscuro —dijo S. Nadie contestó. Se levantó, encendió la luz del comedor. Era una lámpara pálida en un cuarto rendido. Se sentó otra vez, abrazó a J. Ella se dejó caer sobre él.
—Una mierda lo que hizo ese tipo —dijo S. Me miró. Asentí.
—Una mierda —dije.
—La pudo matar.
—Sí.
—Si yo no hubiera estado bebiendo, lo hubiera detenido. Pero ese man estaba loco. Yo no me iba a meter a lo idiota.
—Claro.
Suspiré. Terminé el vaso. Fui a la cocina a servirme otro en la penumbra. Cuando volví, el ventanal ardía con los restos de la tarde. El llanto ya no se oía. Solo un murmullo calmo, una voz guiando a otra. Pensé en ir. Pero ya me habían dicho que no.
Cuando a un hombre le cierran una puerta por primera vez, se queda quieto. Desarticulado. El mundo suele ser suyo. Así que cuando cargaron a M. hasta el cuarto y yo fui detrás, y A. me pidió —ni dulce ni dura— que me quedara afuera, y cerró la puerta en mi cara, sentí vergüenza. Como un niño que no puede entrar al salón.
Entonces la puerta se abrió. Todos miramos. Era A. Su cara tenía una furia controlada que parecía a punto de sangrar.
—Ven —dijo. Su voz tenía un filo.
La seguí hasta otro cuarto, más pequeño. El de la hermana de M., supuse. Había fotos pegadas, luces navideñas apagadas, peluches desparramados.
A. caminaba como un animal enjaulado. Se mordía una uña. En la penumbra, parecía una estatua agrietada. Me miró.
—¿Qué vamos a hacer?
—No sé.
—Pues algo hay que hacer.
—¿Y su papá?
—Ni idea. O está buscando al hijueputa o hablando con la policía. No responde.
—Debería estar aquí.
—¿Para qué? ¿Para romperla a preguntas? Mejor que no.
La rabia de A. parecía brotarle por los poros. Desde la sala llegó un sonido húmedo: J. y S. estaban besándose. Me dieron ganas de romper algo.
—¿Dónde estará?
—Ya te dije que no sé.
—No su papá. Él. El tipo.
—Ojalá muerto. No, mentira. Eso sería fácil. Ojalá esté herido, tirado en una zanja, y que le toque ver cómo lo meten preso.
—Amor.
—¿Qué?
—Nada.
—Con lo que le hizo, M. puede perder al bebé.
—Lo sé.
—Entonces.
Me encogí de hombros. Nunca había visto a A. así. Un relámpago iluminó el cuarto como un flash. Luego el trueno. Sentí un latigazo en la nuca: la migraña asomaba. Volví al ventanal.
La ciudad comenzaba como a intentar protegerse encendiendo todas sus luces pero la tormenta ya estaba encima. Más allá de la lluvia, no había nada.
—¿La llevamos al hospital? —pregunté.
—Ya viene la ambulancia.
—Ah.
Otro rayo. El foco de la sala titiló. Y más allá, un punto encendido. Como fuego. Iba creciendo.
A. me abrazó. La estreché contra mí por instinto. Ambos sabíamos que lo que teníamos estaba terminando, pero ninguno de los dos quería afrontarlo. Es espantoso saber que se acerca el final de algo que amas, y saber que es el peor final posible. El nuestro no era el peor, pero se sentía como si lo fuera.
Salimos del cuarto y ella volvió a la habitación de M. A través de la puerta entreabierta capté una escena de absoluta belleza. M., acostada, casi dormida, los ojos cerrados en una expresión de dolor bíblico. A lado y lado de ella, su madre y su hermana, tomándola de las manos y susurrándole al oído, y a sus pies, sus tías, calmándola con caricias.
Tanto amor me pareció violento. Como si todo ese afecto se estrellara contra un muro. Una punzada me cruzó el estómago.
A. me miró. Cerró la puerta. Me fui a la sala. J. y S. levantaron la vista un segundo antes de volver a sus teléfonos. Fui a la cocina y vacié el whisky por el lavaplatos.
Todo el cuarto era azul, negro, violeta. Sumergido. La lámpara no podía contra eso. J. y S. eran sombras.
Afuera, la ciudad parecía flotar. Faroles, ventanas, nada más. Las calles estaban vacías, y el aire olía a piedra mojada y desastre. A lo lejos, una sirena. Luces rojas y azules. Un choque, quizás.
Pensé en él. Corriendo. Sudando. Acabado. Su rostro estaría en todos los medios. No tendría a dónde ir. Seguro buscaba una rendija donde meterse antes de que la tormenta lo alcanzara.
Estaba por caer. En minutos el agua lo borraría todo. Y más allá del aguacero, ardían hogueras. Una tras otra. Como si el mundo estuviera encendiéndose por dentro.
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