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- Juan José Rondón Duque
Para Mirna
Se escuchan las almas de niños muertos. Iniciaron con cuchicheos tímidos en el cuarto vacío de la abuela hasta tomar la casa con sus carcajadas, gritos y cantos. Mi esposa, mi hijo y yo no nos preocupamos. Este archipiélago de oscuridad y frío perpetuo ya nos ha mostrado espíritus y criaturas que nadie se atreve a catalogar.
Las pocas horas de luz hacen desaparecer las voces y la larga noche las invoca de vuelta. En la algarabía nocturna mueven y tumban cosas. No se cansan ni se aburren de la misma tonada que solo había escuchado en la voz nativa de mi abuela. La palabra tamboré es el bis que marca el ritmo.
Mi esposa Greta y yo buscando la forma de darles un descanso a estos espíritus, decidimos acudir al cristianismo. Invitamos a un cura para bautizarles. Al rezar y ser salpicados por el agua bendita, pasaron de ser voces a siluetas traslúcidas que titilando mostraban a niños indios, negros, mestizos, rubios para luego volver a lo diáfano y desaparecer.
—¡Son los chimichimitos de la bisabuela! ¡Son los chimichimitos de la bisabuela! — Mi hijo grita celebrando como si fuese uno ellos.
Descubiertos, corren debajo de la sotana del cura, le arrebatan el portaviático y se lo avientan entre ellos. Vemos las hostias volar en la sala para luego ser devoradas como galletas por mordidas invisibles. El cura no logra salvar la eucaristía, levanta el portaviático roto del suelo y no se enoja. Sabe que está tratando con niños condenados.
—Esto está fuera de mi dominio— dice y al abandonar la casa, vuelve a retumbar el tamboré.
Mi hijo se pone en frente de nosotros y nos agarra las manos.
—Papá, mamá, mi bisabuela me contó de ellos. Son bebés que murieron en las barrigas de su mamá. No tienen pecado por eso el cura no les hace nada. No son malos, solo se portan mal.
—¿La bisabuela te dijo? Bueno, pero no te fíes de ellos— responde Greta aún sin soltarnos las manos.
Ella sabe lo peligroso que es perderles el miedo a los fantasmas. Sospecha que la astucia de estos pequeños condenados es la de ganar la confianza de las almas que quieren reclamar. Le preocupa que mi hijo se acostumbre a verlos como simples niños, y que un día ellos se aprovechen de eso para llevárselo y sumarlo a su coro inacabable.
—Mamá, papá, ¿se les olvidaron las historias de la bisabuela? Los que se llevan a los niños son los chinamitos, estos son chimichimitos. Los chinamitos sí que son malos. Los chimichimitos están de fiesta siempre. Son como los bichos que no pican, no hacen nada, siempre están en la playa bailando, pero aquí hace mucho frio para eso. Déjenlos, así tengo con quien jugar.
—Son niños que no deben estar aquí. Hay que reunirlos con sus madres— respondo. —Cueste lo que cueste— completa mi esposa.
Mi hijo se enfada y a regañadientes nos cuenta todo lo que sabe de los chimichimitos. Relata que lo único que hacen es cantar al borde de la playa y su canto es tan hermoso que hasta los peces del mar se acercan a escucharlo. La abuela le contó que son inmunes a rituales de muertos porque nunca han estado vivos y que para ahuyentarlos se debe hacer algo tan repugnante e inocente al mismo tiempo que no les nazca venganza alguna y así abandonan sin rencor el lugar donde se encuentran.
Le pregunto qué es eso tan repugnante e inocente al mismo tiempo. Refugia su cabeza entre los hombros mientras observa a los lados, temiendo algún castigo por la blasfemia que está por enunciar. Hace un leve gesto para que nos agachemos y uniendo sus manos en túnel sobre su boca la acerca a nuestros rostros.
—Hay que cagar y comer al mismo tiempo encima de la mesa del comedor… ¿Qué dices mamá? — y se ríe a carcajadas como si fuese un chimichimito —Fuiste tú la que dijiste cueste lo que cueste— y sigue riéndose.
No sé si tomarme en serio lo que me ha dicho. Pensé que la solución implicaría sangre humana, alguna invocación o un ritual pagano y ahora mi hijo me otorga la solución más irrisoria del mundo.
—¿Quién lo hace? — pregunto, él señala con su índice a su madre y repite en voz alta el cueste lo que cueste. No puedo evitar reírme —¿Y por qué no tú? — entre risas me dice que es verdad ¿por qué no él? y ambos reímos mientras que Greta se mantiene en silencio.
—Tu bisabuela tenía muy buenas ideas, pero vamos a intentar otra cosa. Un viejo amigo es hechicero pagano. Vamos a ver que dice.
Al explicarle al hechicero que los espíritus aparecen solo de noche, piensa que deben temerles a las representaciones del amanecer y que el canto de los gallos al ser una de ellas, puede hacer que los espíritus crucen al otro lado, solo hay que hacerlo cantar. Antes del anochecer nos lleva a la casa un gallo de cresta roja, pecho negro y con plumas destelladas blancas en la cola y en las alas. Recuerdo a mi abuela diciendo que todos los gallos del pagano son talisayos y apenas, caída la noche, con el primer tamboré, notamos que el gallo nunca tuvo ni la más mínima oportunidad. Comienza a ser perseguido y vemos plumas blancas y negras caer por toda la casa. Los chimichimitos las toman y parece que se hacen cosquillas con ella y aprovechando su distracción, rescato al gallo antes de que lo desplumen por completo y lo arrojo por la ventana de la sala. Los chimichimitos que ahora parecen plumas flotantes, cambian el tamboré por largos y esplendidos quiquiriquíes burlones y celebrantes.
Mi hijo, al ver que no paran de cacarear, en un arranque de heroísmo toma unas galletas de la alacena, se sube a la mesa del comedor y se baja los pantalones. De lo pálido que es, sus nalgas parecen el foco de un faro del cual comienza a salir una luz nada clara mientras se jarta las galletas.
Por primera vez los chimichimitos se detienen, los quiquiriquíes cesan y no se escucha ni un ruido en la casa. Yo me encuentro al lado de la ventana del salón y logro ver la cresta colorada del gallo perderse en la oscuridad del archipiélago.
El silencio nos hace creer que el ritual ha funcionado. No se siente la presencia de los chimichimitos. Sigo estático al lado de la ventana, mi hijo igual en cuclillas sobre el comedor expulsando luz oscura desde su foco. Greta no ha querido entrar a la sala.
Se termina el último crujir de las galletas y los chimichimitos dejan de ser invisibles. Vemos de nuevo sus siluetas traslúcidas que marchan en procesión. Van en dirección a mi hijo, le pasan por al lado sin verle. Casi hipnotizados, sin risas ni sonrisas que preferiría escuchar antes que esta inquietud, caminan hacia mí y pienso que me van a llevar. Repaso en voz alta mis hechizos celtas, los rezos griegos, agito las runas que cuelgan en mi collar y nada hace que se detengan. Los chimichimitos se acercan con una seriedad que no he sentido nunca y se detienen ante mí y en eso, sobre ellos, un reflejo esmeralda que los regresa a su carne. Volteo y, a través de la ventana, una aurora boreal inicia. Empujándose entre ellos, se acercan lo más posible al marco y en un silencio santo, observan la danza del cielo.
Al terminar de limpiar el comedor, la aurora boreal había acabado y los chimichimitos cantan de nuevo desde su invisibilidad. Greta nos regaña tanto a mi hijo como a mí por nuestro intento tan asqueroso. Ambos nos preguntamos por qué el conjuro no funcionó y, como en todos los secretos más profundos, bastó un segundo dentro de otro para encontrar la respuesta. Derrotados, observamos a mi esposa mientras nos regaña, alzando una voz que ya no escuchamos, pero que aún así nos gobierna. Nos miramos a los ojos pensando en la autoridad indiscutible que ella ejerce sobre nosotros. Recordamos a la abuela que tanto nos enseñó, y una epifanía conjunta tuvo lugar: es la madre la que tiene que cagar y comer al mismo tiempo.
Su pudor es muy fuerte. Mi mujer se defiende comentando su disposición a clavar estacas, a salir a cazar en luna llena, a invocar demonios, pintar pentagramas, desenterrar muertos, que todo eso lo hemos hecho, pero ¿comer y cagar al mismo tiempo sobre la mesa del comedor? Ni se diga. Se lo explicamos una y otra vez: que es la única forma. Pero ella busca y rebusca en los textos antiguos de encantamientos y posesiones, y no encuentra respuesta. Mi hijo insiste: fue su bisabuela quien se lo contó, que es así.
—Pero así es allá, tiene que haber una forma aquí —responde Greta mientras observa las cosas moverse de su lugar.
Como si estuviera planeando un asesinato, pasa días pensando en la acción a tomar, y una noche cualquiera con los chimichimitos haciendo una conga con los jarrones, nos llama a la sala diciendo que sí, que es la única forma, que cueste lo que cueste, los pequeños inocentes merecen descansar. Hierve un par de patatas con pimienta y sal y gritando, con una ira que nunca le había visto, nos ordena que salgamos de casa. Sin mediar nos empuja, no le importa que salgamos con los pies descalzos al clima polar. Mi hijo y yo, a pesar del frío, nos asomamos hacia adentro por la misma ventana por la cual lancé al gallo. Ya reíamos juntos como si nosotros fuésemos chimichimitos cuando mi esposa se monta en el comedor con la repugnancia de un hereje que sube a un púlpito. Alcanza a vernos y solo con un gesto de su rostro, nos intimida hasta el punto de alejarnos del cristal.
Comienza a nevar en ese exacto momento del ritual, será la última gran nevada del invierno. Las olas alrededor del archipiélago mantienen su ritmo eterno, es lo único que se escucha. Mi hijo, al mirar al mar, me pregunta por qué los chimichimitos no se comportaron así con la bisabuela, y le respondo que es igual que cuando su profesora favorita sale del salón. No es que ellos celebren la muerte de la abuela, si no que les gusta festejar. —¿Qué pasa cuando tu maestra sale del salón?
—Nos ponemos todos locos.
—¿Y tú quieres mucho a tu maestra?
—Sí, mucho.
—Ves, sucede lo mismo aquí— respondo. Él sonríe en entendimiento.
Vemos la nieve caer sobre el mar y es una visión tan hermosa que nos hace olvidar todos los terrores vistos hasta ahora y nos trae de vuelta el candor de mi abuela. Imaginamos esa tierra desconocida que tenemos en la sangre y sentimos el sol que siempre brilla, el agua por siempre tibia y movemos los dedos de los pies que nunca han necesitado zapatos y escuchamos el golpe de la puerta que nos saca del espejismo. Salen de la casa todos los chimichimitos ahora encarnados. Podemos detallar sus rostros, sonríen y cantan, sonríen hacia nosotros, nos lanzan besos, nos saludan con ambas manos, bailando, festejando, moviendo la cadera y, con pequeños brincos, salen de la casa acercándose a la costa del archipiélago.
Greta sale hacia donde nosotros estamos, en silencio, avergonzada y al mismo tiempo ligera porque todo ha terminado.
—¿Cagaste bien? — Es lo único que se me ocurre preguntarle mientras se acerca. En su cara no alcanzo a descifrar si es rabia o consolación. Cuando está por responderme, mi hijo señala al mar oscuro.
—¡Miren, se van! —Y del mar aparecen peces de otras regiones, de colores rosas y celestes, traslúcidos como almas de los chimichimitos. Y estos se van con ellos, a saber dónde, y mi esposa y mi hijo rompen en llanto, y yo también lloro: por ellos, por mi abuela, porque nieva, y por el último tamboré.
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Cuento del libro inédito El ave que me llama (2025).
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