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En Letras Góticas.

Gracias a José Ernesto Loreto Méndez
por su sapiencia refranera

¨Eso se va a venir abajo y nadie se va a dar cuenta ni lo va a extrañar¨, piensas mientras observas el descascarado mural de Ennio Tamiazzo que pareciera pender de la fachada humedecida del edificio Roen, en San Barnardino. Varios de los pequeños mosaicos se han caído, y junto a las manchas de humedad, dibujan una segunda composición azarosa y cambiante que parasita la original. ¨Nadie se va a dar cuenta porque esta forma de desintegración de la ciudad no tiene sus monstruos¨, razonas. Tu afición helenista te ha enseñado que los monstruos tienen la función de advertir, de ofrecer un primer vistazo de la desgracia en ciernes. El semblante hamponil del desdibujamiento de Caracas, por ejemplo, los tiene de sobra: desde los tipos flacuchentos de gestualidad amenazadora y ceremoniosa que parece alargarlos y deformarlos como figuras de Schiele, hasta gendarmes eruditos en todas las formas de extorsión. Entonces uno puede saber que algo feo está pasando, uno toma precauciones, renuncia a espacios y momentos de la ciudad. Pero el deslave arquitectónico es lento e inadvertido. Nos hace parte de él sin que nos percatemos. En esas reflexiones andas cuando atraviesas la puerta del edificio y eres detenida por un llamado: ¨Buenos días señorita, ¿hacia dónde se dirige?¨ Bajas la mirada y descubres en un pequeño espacio junto a la puerta un escritorito metálico, un muestrario de todas las magulladuras que puede llegar a padecer un mueble. Sentado frente a él un hombre menudo, rubio y sonriente sostiene una plumafuente sobre un cuaderno abierto. Comprendes que es un vigilante.

— Perdón, voy al apartamento 5—C.
— ¿Podría darme su nombre, por favor?
— María Fernanda Parodi.

La mano que sostiene la pluma comienza a flotar sobre el cuaderno describiendo una rápida sucesión de giros, avances y retornos, cambiando su inclinación en una danza veloz y diestra. No puedes creer cuando lees tu nombre preciosamente escrito en una caligrafía perfecta y minuciosa, que bien pudo haber copiado a Aristóteles o Heródoto unos seis siglos atrás y que ahora tomaba nota de las visitas del día.

— Pero, ¿esa es su letra normal? — Preguntas, asombrada.
— Sí, aprendí hace mucho y me quedó la costumbre.
— Pero eso es un belleza! Usted es artista o diseñador, ¿verdad?
— No crea que joso vive silbando porque lo ve trompúo.— ¿Perdón?
— Es un refrán llanero. Se refiere a los osos, a los osos hormigueros y su hocico largo. No vaya a creer que el animal silba porque tiene ese hocico— dice, con una sonrisa generosa.
— ¿Usted es llanero?
— Rumano.
— Ah no, pero usted es una caja de sorpresas. ¿Y qué hace un calígrafo rumano en el llano?
— Recordar Rumania.
— ¿En el llano? No se me parece a Rumania
— Donde hay vida rural la gente se parece. En el trabajo, en la rudeza, en la crueldad.
— Un Rumano en el llano, entonces— comentas, respondiendo la sonrisa.
— Y para que se sorprenda más, le diré que lo que aprendí del llano me lo enseñó otro extranjero: un asturiano comerciante de Calabozo. Con él lo recorrí completo. Recorrí el llano y a buena parte del país. Llegamos juntos a Anzoátegui, después seguí solo hasta Caracas.
— Y llegó hasta aquí.
— Con varias cosas en el medio.
— Primera vez que veo un vigilante en este edificio.
— Primera vez que lo hay. Unos malandritos estaban fastidiando por aquí. Tiraron una piedra y astillaron el espejo del ascensor. Otro día arrebataron las compras dos señoras en la puerta. Estaban comenzando a cebarse con el edificio. Un vecino sabía que yo estaba sin hacer nada y me llamó para la vigilancia.
— ¿Y no le da miedo que la agarren ahora con usted?
— Esos ya no molestarán más— dice, con una severidad que interrumpe la conversación por completo. — Me dijo 5—C, a ver a…
— La señora Guevara, Olga Guevara. Es una anciana muy conversadora ella. ¿No la ha visto? Tengo días llamándola y no me responde. He llamado también a su vecino, pero nada, tampoco atiende.
— No los he visto, pase adelante. Yo también debo subir un paquete al piso 5. Déjeme cerrar la puerta un momento y subo con usted.— Se pone pie y te percatas de la fetidez de su aliento. Intentas disimular tu reacción de desagrado fingiendo algunos estornudos y llevándote un pañuelo a la nariz. Avanzan juntos hacia el ascensor y tomas la delantera para evadir el olor. Imaginas lo difícil que será tolerar el encierro durante la eternidad que el viejo ascensor de seguro demorará en dar cuenta de los cinco pisos.
— Eso fue lo que dañaron— dice el Rumano, señalando los restos del espejo que enmarcan tu imagen en una telaraña de interrupciones, pero que son por completo incapaces de reflejar la suya, a pesar de que está parado justo atrás de ti. La puerta del ascensor se cierra haciendo temblar toda la cabina en medio de un ruido grave y penetrante.

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