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Pura Paja

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(Tu abuelo murió, pajero)

Hace unos veinte años, de seguro fue la sabina raptada por un adolescente y enclaustrada en el altar del interior de su colchón. La mano temblorosa la buscaría muy probablemente todas las tardes al llegar del liceo, penetrando por la discreta abertura que había hecho, y la tomaría como un King Kong frenético que la había perseguido hasta las páginas centrales a todo color donde se revelaba su monte de venus pelirojo y tupido. Hoy envejece en topless en la portada bajo letras sinuosas a punto de derrumbarse. No está sola, calculo que hay unas ocho colegas con ella, no menos desvencijadas e inútiles para un pajazo. A su lado, una verdadera pieza de museo: un VHS y varías cintas ochenteras que ya llevaban el ímpetu capilar de los vientres a los peinados monumentales. Me pregunto si Ginger Lynn sería capaz emocionarme nuevamente e inserto The Pink Lagoone en la videograbadora. Recuerdo el protocolo: “Lave el pene, identifique el recipiente, recoja la muestra y colóquelo en la bolsa plástica.”, me dijo la enfermera con la misma gravedad de quien asiste a un practicante del Harakiri. Hoy me parece insólito que la especie se reproduzca por medio del ejercicio de la sexualidad, al menos para quienes no requieren de un proceso de fertilización in vitro, como mi esposa, Oneida y yo. Ya no puedo entender esas dos cosas sino como mundos excluyentes. Los coitos programados fueron un infierno, intentamos todo: ir a hoteles, cenas previas, actuar “como si no vamos a hacer nada”, “piensa en Madeleine, César”, pero fue inútil. En esa sexualidad en la que cualquier perfume o aroma sexual se convierte en olor a Desitin, las erecciones son esquivas y las lubricaciones se evaporan amargamente. Ahora la sala médicomasturbatoria es la casa matriz de Desitin, con el agravante de que un señor chino hace espera afuera para también hacerse su Harakiri sexual e intentar la paternidad.

Todo esto es también la subversión del concepto de onanismo, al menos como lo entendió Onán, su más famoso y único disgustado practicante, quien escamoteaba su esperma a través de masturbaciones para no fecundar y burlar un asunto sucesoral. Dios lo dejó seco por hacerse el seco y evitar la procreación, pero yo estoy aquí, intentado tener un hijo, con un frasquito en la mano, mi pene en la otra, Ginger Lynn en la pantalla y un chino esperando afuera, pero aun así no llega el favor de Dios, la descarga seminal que me permita concluir este episodio médico y dar inicio a la paternidad tecnologizada. Es mi segundo gran hito en materia de pajazos. El primero fue en mi adolescencia, cuando después de lanzar un par de “ya voy” a mi mamá que tocaba la puerta del baño con insistencia, escuché un golpe mucho más decidido y el grito: “¡Coño, tu abuelo se murió, pajero”! En el instante, sentí que el grito había provenido de la boquita entreabierta de Farrah Faucett en mi Play Boy,pero no: mis padres habían roto el protocolo de hacerse la vista gorda de mis trances autoeróticos en el baño de servicio y urgían mi salida para ir de inmediato a donde la tía Maigualida que lloraba frente al cadáver de mi abuelo. Golpe en la puerta, grito de mi papá, boquita de Farrath, eyaculación y recuerdo de mi abuelo Vitelio se agolparon en el mismo segundo y quedaron unidas para siempre.

El abuelo Vitelio era un hombre extremadamente conservador y solemne. Yo aborrecía los almuerzos dominicales en su casa sembrada de muebles de roble, sucintos jarrones de robustez espartana y una colección de viejitos y señoritas vaporosas de porcelana. Se sentaba a la cabecera de la mesa, flanqueado por dos tigres también de porcelana de poco más de un metro de alto y daba un vistazo hacia la cocina para ordenar la salida de mi abuela, mi madre y mis dos tías portando escudillas para disponer en la mesa y comenzar a servir a los hombres, luego dejaba caer sobre el mantel un tema de conversación que debía aparentar cierta densidad, generalmente referido a la situación política. Daba algunas palabras introductorias sobre el asunto y entonces, uno por uno, mi padre y mis tíos decían alguna opinión que avalara sus enunciados. El resto de la tarde transcurría más o menos en los mismos términos, con una conversación masculina llena de argumentos que se saludaban, se rozaban, avanzaban en paralelo o jugaban a evadirse entre las figuritas de porcelana de la mesita de centro, pero jamás se contradecían.

Según mi psicoanalista, ese sentido de lo solemne se ató a mi sexualidad, y particularmente a mis posibilidades masturbatorias, durante la conmoción (o como él dijo, el estado hipnoide) que me produjo el golpe y el grito en la puerta del baño justo en el momento de mi eyaculación. También me explicó que, así como los tiempos de Dios son perfectos, los del inconsciente son unos perfectos desaprensivos y se manifiestan cuándo y cómo les viene en gana. En mi caso, casi treinta años después, durante mi primera visita a París, sosteniendo dos bolsos de viaje inmensos frente a la iglesia de Madelaine. Había tomado el tren desde el aeropuerto y empalmado con el metro para bajarme en la estación Madeleine, al llegar me eché a los hombros el bolso de viaje de mi esposa y el mío y ascendí por la escalera mecánica. Emergí y vi la iglesia a mi derecha: cincuenta y dos columnas erectísimas y glandificadas por capiteles corintios rodeando a la engolada retórica bonapartista, devenida finalmente en templo del humilde Jesús de Nazaret.

La primera sensación fue como de oído tapado, de esa especie de volcamiento de la escucha hacia al interior del cuerpo que se hace toda respiración, todo latido cardíaco. ¡Pum, pum, pum!, oí el corazón actuar como una perilla de tensiómetro que iba inflando mi pene hasta sentir que su piel se iba a desgarrar por el estiramiento, y ahí estaba una erección formidable tensando al máximo la pesada tela de mi Levis 505 y anunciándose a París como si fuera el mismísimo general De Gaulle entrando frente al ejercito liberador. Oneida, los dos sacos de viaje en mis hombros, De Gaulle y yo avanzamos a lo largo de la rue Royale hacia el hotel De Castiglione, donde habíamos reservado. Al pasar frente a las banderas francesas de la residencia presidencial, ubicada justo frente al hotel, De Gaulle expandió aún más su pecho a bordo de la torreta del tanque Levis 505y se hizo notar por Oneida, que lo saludó con la desmesurada sonrisa de las jóvenes parisinas que se echaban a las filas para besar a los soldados libertadores, y me pidió con picardía que hiciéramos los trámites de registro con la mayor rapidez posible.

Nos dispersamos de inmediato al llegar a la habitación: los dos sacos de viaje al piso; Oneida, el general y yo a la cama a un encuentro sexual frenético. Tres orgasmos no bastaron para apaciguar mi determinación eréctil, que mi esposa atribuyó a la emoción por ser nuestra primera vez en París, pero que yo intuía obedecía a otra cosa. Un baño con agua fría y un pajazo bajo la ducha, lograron ponerme en condiciones de ir a cenar y a disfrutar de la noche en la ciudad, luego vinieron los sueños: Oneida desnuda coqueteándome entre las columnas de Madeleine. Despertar y sexo salvaje durante una hora, pan, huevos duros, mermelada, café y salida con rumbo a Los inválidos.

Quizá los peores resultados para cualquier esfuerzo de solemnidad que se haya intentado sean los logrados por la tumba de Bonaparte: un foso con una formidable eminencia en cuarzo rojo observada porlas doce provincias francesas hechas severísimas cariátides y, desde arriba, por oleadas de turistas asiáticos pobladas por cámaras inevitables, cuyo afán fotográfico homologa a una mona de zoológico con la lisa y con el emperador. Estaba a punto de comentarle eso a Oneida cuando experimenté otra erección explosiva. Convertimos el incidente en una aventurilla al alquilar una habitación en un hotelucho que nos encontramos en una salida de metro, de nuevo sexo heroico Beethovenianobonapártico y pajazo en la ducha. Oneida disfrutaba mucho de todo aquello, pero ya me acorralaba una certeza inquietante: lo solemne, lo cursi, lo grave estaba provocándome una excitación que sólo se disipaba al masturbarme.

Creo que podrán tener una buena idea de la dimensión del problema que eso ha representado para mí si consideran que soy uno de los últimos diplomáticos de carrera que quedan en Venezuela y que, si bien mi neutralidad política me ha relegado a un anodino trabajo de escritorio anclado en Caracas, debo estar presente en una variedad de solemnes actos oficiales. Si bien podríamos decir que en Francia la solemnidad es turística, en Venezuela es cotidiana, es consigna, ideario y discurso, la ficha que ocupa el vacío de la identidad; y la solemnidad nacional es, sobre todo, pura paja, masturbación histórica ante la imposibilidad de llevarse a la cama algún proyecto de país más o menos sensato. Quizá hayamos nacido como república de una paja solemne en El Chimborazo (vaina para chimba) y desde entonces esas dos cosas no han dejado de acecharnos, paja y solemnidad: somos himno al árbol, cielo encapotado que anuncia tempestad, planta insolente del extranjero, líderes del tercer mundo, revolución bolivariana y hora cero, somos fantasía llanera y Contesta por Tío Simón sin haber visto nunca un becerro, coronación de Miss Venezuela y marcha de Venevisión. Yo he tenido que transitar ese día a día en la boca del lobo, de acto oficial en acto oficial, con dolor de pene, un apócrifo colon irritable que justifica mis entradas al baño y una psicoanalista que nunca me dice nada porque eso también sería paja, y prefiere quedarse en ese excitante silencio solemne. Lo más desesperanzador es que hoy, con este frasquito en la mano, el señor chino impaciente afuera y Ginger viéndome con ánimo de prostituta agotada que te pide que acabes de una buena vez, estoy sin poder hacerme la paja. Decido tomar una acción extrema y googleoen mi celular: discurso de Rafael Caldera, 4 de febrero de 1992.

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