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Tenemos Que Hablar

“Te voy a cercenar de mi vida, Carlos”, fue lo último que dijiste en esa conversación a la que convocaste sin optimismo alguno. Sabías que la relación había naufragado irremediablemente, también de los silencios y de las miradas perdidas a la espera de que la marea trajera a la playa algún resto útil para sobrevivir un poco más. Quizá había otras cosas por saber, pero ¿qué sentido tendría? ¿Para qué revocar la posibilidad de un recuerdo cálido y generoso? Mejor dejar el pecio tal como está, porque con el tiempo — si nadie los explora prematuramente—suelen convertirse en confortables regiones turísticas para la nostalgia. Además, Carlos siempre fue un caballero, un compañero amoroso que no merece tu odio. Por eso no pudiste cumplir tu palabra por completo: no lo cercenaste de tu vida totalmente, sino a partir de la línea punteada que dibujaste a lo largo de su muslo según el antiguo manual de Dominique Jean Larrey: doscientas cincuenta páginas, cuidadosamente ilustradas, en las que el visionario médico francés indica cómo separar del cuerpo miembros irremediablemente quebrantados por cañonazos, disparos o golpes de sables empecinados contra la gloria de Bonaparte.

El procedimiento es engorroso y brutal, no lo habrías podido hacer sola. Afortunadamente, Carlos (Carlos siempre fue un caballero) estuvo dispuesto a consentirlo y a ayudarte a prepararlo todo prácticamente hasta que la anestesia surtió su efecto. ¿Lo hizo porque siempre fue un caballero y un compañero amoroso que no merece tu odio o porque estaba harto también? ¿Acaso solo quería irse cuanto antes sin importar el costo? A el pecio es mejor dejarlo así.

Te dejó la pierna y todas sus cosas. ¿Estaba harto y quería irse? No, Carlos siempre ha sido un caballero. Las cosas de Carlos sí son desconsideradas en cambio, son cascarones impertinentes y sedientos de dolor: una chaqueta que te comenta las navidades en la Colonia Tovar, un cuchillo de cocina que habla de la soledad dominical como si fuera un vecino que charla sobre el clima, sus obras completas de Jardiel Poncela que por primera vez en la Historia incluyen una tragedia, una pluma fuente Mont Blancque no sale de su asombro por haber sido dejada atrás. Si no fuera por Carletto (así has decidido llamar a la pierna) no habrías podido superar la avalancha de las cosas. El, Carletto, ha sabido guardar un cálido silencio cuando lo has abrazado (que es lo único que se puede hacer en estos casos, claro); ha escuchado cada oración que repites una y otra vez para convencerte de que no había otro camino; ha sido firme al detenerte cuando has pensando en llamar a Carlos.

Poco a poco fuiste cercando a las cosas mediante una serie de remodelaciones y donaciones, a las últimas, ya inofensivas, las pusiste al servicio de la relación con Carletto. De los pantalones, por ejemplo, recortaste perneras que lo vistieron muy bien y se sujetaron magníficamente gracias a las adaptaciones de los cinturones al diámetro del muslo. Las gorras le fueron útiles en las tardes de sol y las corbatas en las ocasiones formales. Los zapatos, por su parte, abrieron una espléndida posibilidad social cuando conseguiste aquel centro de apoyo a amputados al cual donar los zapatos derechos: Carletto es una pierna izquierda y de izquierdas, por lo que el acto de la donación y el debate sobre las condiciones sociales que lo obligan lo apasionaron. Los domingos solía dirigir las reuniones de los amputados de la pierna izquierda (beneficiarios todos de sus donaciones) y podía ofrecerles a los participantes una perspectiva totalmente diferente que contribuyó mucho a ayudarlos en la formación de cooperativas. Pudiste notar, no obstante, cierta congoja en su mirada y descubriste una inquietud existencial: a pesar de su satisfacción filantrópica y política, la experiencia con los amputados lo ponían frente a un vacío de alteridad que amenazaba con hacerlo sentir como una fantasmagoría. En la conversación llegó a mencionar que había escuchado que muchos amputados sienten el miembro faltante luego de que este les ha sido removido, pensó en Carlos, se preguntó si sería ese su caso. Eso te puso fuera de ti y tuvieron su primera gran discusión de pareja.

Dos días sin dirigir la palabra a Carletto fueron un infierno, un frío que te recorría el cuerpo y que se iba concentrando poco a poco en el estómago haciendo de cada respiración un acto trabajoso. Saliste al patio y ahí estaba Carletto mirando hacia el cielo. Algo de la pureza del azul del cielo caraqueño había en él. No dijiste una palabra, solo lo abrazaste y le diste el beso más profundo de tu vida. Comprendiste que él es todo cuanto te hace falta.

Nunca hubo otro incidente ríspido en la relación y se consolidó como una aventura segura, divertida y acogedora: recorrer el país con Carletto, hacer el maratón de Caracas con Carleto, clases de tap con Carletto, Carletto ganándose la simpatía de todas tus amigas, Carletto superando la mala impresión inicial que causó en tu madre, tu boda con Carletto.

La placidez se consolidó como atributo de su vínculo un año después de la boda, cuando fuiste a ver el partido de tenis de una amiga de los tiempos de Carlos, una amiga en común. Entonces lo viste llegar con su pareja caminando en las gradas bastante hábilmente para ser un hombre con muletas, apenas asistido por la chica: alta, pelirroja y simpática, tal como te la habían descrito. Se saludaron desde lejos con naturalidad y se vieron con una sonrisa en el medio del silencio del partido. Mantuvieron una mirada sosegada al compás del golpe de la pelota y los gemidos por los esfuerzos. No sentiste sobresalto alguno, tampoco Carletto. Crees que Carlos también se sintió muy tranquilo. Se vieron con el cariño bonachón que se ve a los examantes que ya no importan. Habrías preferido, sí, una sensación de neutralidad y no ese fogonazo de arrogancia que te dio la certeza de haberte llevado la mejor parte de todo esto.

Al final del partido tomaron un café los cuatro.

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