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- Marianne Díaz Hernández
- @mariannedh
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A diferencia de otras personas, el zumbido del tráfico lo calmaba, lo tranquilizaba, desplazaba de su cabeza otros pensamientos que, salvo en esas ocasiones, no era capaz de sacar. Deslizándose a cien kilómetros por hora sobre la Costanera, serpenteando entre los autos, casi lograba olvidar por momentos lo que había dejado atrás: la nostalgia del rostro de su hija, las videollamadas nocturnas en las que escasamente lograba intercambiar algunas palabras con su esposa entre las fallas constantes del internet y la electricidad. El viento del invierno es un millar de hojillas cortándole el rostro, y ese dolor punzante en su piel, el frío helándole los huesos, la necesidad de concentrarse en mantener el equilibrio, en llegar a tiempo a su destino, lo transforman por instantes en un animal sin pasado, sin futuro, viviendo únicamente para ese instante que exige la presencia de todos sus sentidos.
Mira el reloj de reojo para saber cuánto debe apresurarse. Lleva quince minutos en ese pedido, entre llegar al mall, estacionar la moto, quitarse la mochila y dejarla asegurada para poder correr entre la multitud de gente que puebla el patio de comidas en hora punta, recoger el pedido y lanzarse de nuevo hacia el tráfico. A veces, cuando está de buen humor, consigue sortear todos los obstáculos como si fuera un juego, como si estuviera en una gymkana de esas que solían pasar por televisión en las tardes de su adolescencia: infla veinte globos, salta por encima de estas barreras, trepa hasta lo más alto y recoge la bandera. Otras veces, cuando amanece sintiendo el peso de los años sobre su espalda, sus jóvenes treinta y cinco que se sienten como él piensa que deberían sentirse los sesenta -con la vida ante todo por detrás, pocas expectativas, mucho cansancio- hacer ese recorrido una y otra vez a lo largo del día se parece mucho más a empujar una roca por la cuesta de una montaña solo para verla caer, de nuevo, infinitamente.
La mochila a sus espaldas pesa: éste es un pedido grande, de esos que no suelen dejar mucha propina a pesar de que implican más esfuerzo. En su experiencia, los mejores pedidos son pequeños, individuales, ojalá para mujeres solas en casa a la hora del almuerzo y que no quisieron cocinar: por cualquier razón, suelen estar dispuestas a dejar más propina, quizá para compensar sus conciencias que les dicen que pedir a domicilio un día de semana es una indulgencia que tal vez no debieron haberse permitido.
Le quedan siete minutos y debe irse por dentro para llegar hasta el edificio. Está en la calle Matilde Salamanca: no es la dirección más fácil, pero no le conceden tiempo extra por llegar a una dirección enrevesada. Tiene que apresurarse. En Nueva Providencia, espera frente al semáforo a que la luz cambie a verde para pasar. En el momento en que el color impacta su retina, suelta el freno, un poco torpemente, y se lanza al tráfico.
No ve venir el auto, no se entera del golpe. Solo siente que flota en el aire por un instante que parece eterno, que el ruido incesante de la ciudad se convierte en un silencio blando, como nube, que el cielo está más azul que nunca, y lo ve todo, todo el cielo, de la cordillera al mar, en ese instante en el que deja de ser hombre y se convierte en pájaro. Luego, el sueño, la inconsciencia, el océano negro de la nada.
Tres años atrás, manejando su auto por la Francisco Fajardo, distraído y de prisa porque llegaba tarde a una reunión con un proveedor, había chocado con otro auto que intentaba cambiar de canal al tiempo que esquivaba una moto en el tráfico desquiciado de Caracas. No había sido nada grave para ninguno de los dos -un par de puntos en la frente, el otro chofer había salido ileso, habían preferido intercambiar números de teléfono en vez de esperar a que Tránsito Terrestre llegara a levantar el accidente dos horas después-, pero sabía que había sido su culpa, que podía haber causado la muerte de alguien, y desde entonces manejaba con mucha más cautela, en especial ahora que estaba lejos y su familia dependía por completo, como nunca antes, del poco dinero que él era capaz de ganar. Lorena había trabajado toda la vida, sin detenerse sino lo estrictamente indispensable para dar a luz a Daniela, y sin embargo, ahora que trabajaba más que nunca -doce horas al día, por lo general, dejando a la niña con su madre, donde ambas se habían mudado cuando él se fue para recortar gastos lo más posible- su exiguo sueldo como ingeniera de proyectos escasamente alcanzaba para pagar la matrícula del colegio y poco más.
Se habían conocido en la facultad de ingeniería, en una época que ahora parecía mil años atrás: se habían imaginado vidas que finalmente no pudieron ser, vidas tranquilas de clase media en las que pudieran irse de vacaciones a Margarita una vez al año, ver crecer a un par de hijos sin la angustia constante de no poder alimentarlos o de que los zapatos se les quedaran chicos, cuidar a sus padres sin que la guadaña de una enfermedad cualquiera y de no poder encontrar medicinas para salvarlos pendiera todo el tiempo sobre sus cabezas. No había podido ser, y a pesar de todo habían seguido juntos cada minuto, hasta el día lluvioso en que se había despedido de su esposa, de sus padres y de su hija pequeña que lloraba sin entender nada en aquel aeropuerto que se caía a pedazos y donde ni siquiera se podían usar los baños, porque no había agua. La aerolínea lo registró manualmente para el vuelo directo a Santiago, porque se había caído el sistema, y así, con un pase de embarcar escrito en bolígrafo azul, se había adentrado en los pasillos de migraciones conteniendo el llanto, sin mirar atrás por una última vez porque temía convertirse en estatua de sal.
Cuando abre los ojos, todavía escucha voces alteradas a su alrededor que gritan por ayuda, que piden llamar al 131, que le revisan los signos vitales y dicen que no lo muevan hasta que llegue la ambulancia. Pero esas voces ya no están ahí: a su alrededor hay otras camas, otras personas durmiendo bajo sábanas blancas, un silencio amortiguado con gasas, sostenido con pinzas. Una de sus piernas está cubierta por un yeso desde los dedos hasta la mitad del muslo; le duelen las costillas, el rostro, diferentes partes del cuerpo que se van despertando poco a poco. Se levanta la bata azul claro para contarse los moretones que le oscurecen el cuerpo. Todavía transcurren algunos minutos antes de que recuerde quién es, qué sucedió; que ese hospital razonablemente limpio está en Chile, que él está en Chile: a siete mil kilómetros de distancia de cualquier persona capaz de hacerle sopa, de acariciarle el pelo, de secarle las lágrimas. Recuerda la moto, que no es suya, recuerda al tipo que le subarrienda la moto para que haga delivery bajo su nombre: se pregunta qué habrá pasado con la moto, reza en voz baja para que esté en alguna parte, para encontrarla, para que el daño que haya sufrido no sea tan grave y el dinero que tendrá que pagar no sea tanto. Hay que llamar al tipo y avisarle. Se pregunta si debe llamar a Lorena e inmediatamente lo posterga: posterga su sufrimiento, su preocupación, posterga tener que encontrar una solución para poder mandarle dinero a pesar de que no sabe cómo podrá volver a trabajar.
Semanas después, aún enyesado y con bastones, encuentra a un abogado e intenta demandar al hombre que manejaba el auto que lo chocó. Hay testigos, hay grabaciones de las cámaras de fiscalización, es indudable que se comió la luz en rojo: pero el juez le dice que su trabajo es ilegal, que no tendría por qué haber estado en ese lugar llevando a cabo las labores que llevaba y que por ende, el conductor no tiene ninguna responsabilidad. La empresa de reparto tiene una póliza para accidentes, pero la cuenta no está a su nombre, porque a pesar de estar legal en el país, todavía no le han entregado los documentos necesarios. Sale del juzgado con el ánimo en el suelo, sintiendo que sus brazos ya no pueden sostener el peso de su cuerpo en los bastones. Camina unos pasos y se sienta -se deja caer- en un banco de metal. Las sienes le laten, el llanto se agolpa en sus ojos. Cierra los párpados e intenta no pensar mientras la brisa helada del invierno le golpea el rostro, mientras escucha el zumbido del tráfico. En su mente, conduce la moto a toda velocidad por la Costanera. Nada lo detiene.
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Del libro: El país de las pesadillas (2024)
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