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- Adriana Casas
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La noche en que Claudia murió, el doctor Elías Cifuentes había dormido profundamente. Lo recordó después, mientras lo esposaban, con esa claridad que solo llega cuando todo lo importante ya ha pasado. El cuerpo de ella seguía tibio al tacto cuando lo alcanzó en la oscuridad, aún sin saber por qué lo hacía. Solo al ver la sangre en su propia palma —espesa, casi negra— entendió que no había marcha atrás.
Todo había comenzado con una voz.
No una alucinación: una voz. A Elías le gustaba pensar que sabía distinguirlas. Durante treinta años había ejercido la psiquiatría, convencido de que la escucha meticulosa era su única religión. No curaba con pastillas, sino con paciencia. Pero esa voz no era la de un paciente, ni la suya. Surgió una noche, justo después de cerrar el expediente de Teresa, una agorafóbica que no podía ni ir al supermercado.
Elías se quedó mirando el expediente, vacío como una promesa rota. Cerró la carpeta con un suspiro. La radio había dejado de sonar. El reloj parecía haberse detenido. Entonces, la voz.
No una alucinación. Una voz. Plural. Hueca. Como si el eco no viniera del pasillo, sino desde dentro del cráneo.
—Te ofrecemos un método. Eficaz. Absoluto.
Silencio. Solo el zumbido tenue de la fluorescente.
—Pero el precio es tu mente. Cada cura será un desgarro. Cada alivio, un peso más.
Elías tragó saliva. El pecho se le tensó como si lo hubieran atado por dentro.
—¿Quiénes son ustedes?
—Los que escuchan. Los que siempre han estado escuchando.
El expediente aún temblaba ligeramente sobre el escritorio. Afuera, la ciudad había dejado de sonar. Como si todo esperara su respuesta.
Pero no dijo nada.
No todavía.
A la mañana siguiente, durante la sesión con Alfredo —paciente con trastorno bipolar tipo I— ocurrió algo extraño. Venía agitado, los ojos desbordados de ideas veloces. Habló sin parar durante quince minutos: sobre el Apocalipsis, la verdadera forma de Dios, cómo las palabras podían matar si se decían al revés.
De pronto, se puso de pie.
—Doctor, ¿usted confía en mí?
—Claro, Alfredo, pero…
—Entonces verá que esto no es locura. Es revelación.
Caminó hacia la ventana. Subió al alféizar con una calma que a Elías le heló la sangre. Intentó acercarse, pero Alfredo lo detuvo con un gesto firme.
—No lo impida. Todo está conectado. Este cuerpo ya no sirve.
Elías buscó alguna técnica, una frase. Solo logró susurrar su nombre.
Entonces las voces. No las de Alfredo: otras. Como un murmullo que brotaba desde las grietas del edificio, desde el fondo del despacho.
—No saltes. Aún no.
Alfredo pestañeó. Respiró hondo. Como si despertara. Bajó lentamente del marco, temblando.
—Perdón —dijo—. Perdón. No sé qué me pasó.
Elías no respondió. Apenas podía sostenerse.
Esa noche, con las manos aún temblorosas, las voces regresaron.
—Ahora sabes lo que podemos hacer.
—Te ofrecemos un método. Eficaz. Absoluto. Pero el precio es tu mente.
Elías cerró los ojos. Escuchó algo más: un eco dentro de sí. Su padre. Su fracaso. El peso de cada sesión donde no logró nada.
“No estás hecho para esto, Elías.”
“Eres demasiado blando.”
Vaciló. Quiso decir que no.
Pero pensó en Alfredo, en la ventana abierta, en el silencio de una caída que no ocurrió.
Entonces dijo:
—Acepto.
Y lo dijo con alivio. Como quien por fin se rinde a algo más grande que él.
Desde ese día, cada paciente mejoró. Uno tras otro. Pablo dejó de interrumpir. Teresa se subió a un autobús. Sergio volvió a mirar a los ojos. Ricardo dejó de lavarse compulsivamente. José dejó de hablar con fantasmas.
Y Elías empezó a descomponerse.
Primero fue el insomnio. Se recetó una baja dosis de zolpidem, convencido de que bastaría para regular el ciclo sin generar dependencia. Funcionó dos noches. A la tercera, comenzó a hablar dormido. A la cuarta, despertó frente al espejo con los nudillos ensangrentados.
Después, el temblor. Lo atribuyó a ansiedad y se automedicó con clonazepam por las tardes. Le temblaban las manos al llenar los informes, así que ajustó la dosis. Con el aumento, llegó el letargo. Se le caían las palabras de la boca. Se quedaba mirando el reloj durante minutos que parecían horas.
Cuando apareció la paranoia, inició aripiprazol para anticiparse a un posible brote psicótico. Pero el antipsicótico le provocó acatisia: no podía dejar de moverse. Vagaba por los pasillos como un animal enjaulado. Para mitigar los efectos extrapiramidales, sumó biperideno. Entonces perdió el apetito. Bajó cinco kilos en dos semanas.
Tuvo sueños vívidos. Se despertaba con el corazón latiendo como si alguien más viviera en su pecho. Cerraba puertas que no recordaba haber abierto. Se rascaba el cuello como si algo le creciera bajo la piel.
Aún pensaba que podía controlarlo todo con farmacología. Añadió quetiapina en microdosis para dormir sin delirar, pero esa noche soñó que empujaba a un paciente desde el sexto piso. A la mañana siguiente, revisó las cámaras del edificio: estaban desactivadas.
Escribía todo en un cuaderno con letra temblorosa. Lo escondía en el tercer cajón. A veces lo abría sin saber por qué, y leía anotaciones que no recordaba haber escrito:
No abrir la ventana.La voz quiere otra cosa.
El consultorio se volvió una cueva. Los diplomas enmarcados parecían burlarse. El retrato de su padre —que jamás colgó, pero que ahora estaba allí— lo seguía con la mirada. Algunas mañanas creía oírlo repetir su frase favorita:
“La salud mental de los pacientes es un compromiso verdadero.”
Una noche, mientras lavaba sus manos por cuarta vez, Claudia le preguntó si estaba bien. Él sonrió. Le dijo que sí. Al día siguiente, no la reconocía. Cenaban juntos, y pensaba en Héctor, el paciente que quería matar a su esposa. Lo había contado con una calma quirúrgica. Esa noche Elías soñó que afilaba un cuchillo.
Y después, Claudia ya no se despertó.
No hubo forcejeo. No hubo gritos. Solo el peso muerto del sueño. El reflejo roto del baño. El vaho del espejo empañado. Los ansiolíticos en el estante. La sangre como una firma.
Cuando llegaron los paramédicos, Elías no lloraba. Leía a Bulgakov. Lo encontraron en el sillón, la pijama salpicada, la luz encendida, y el cuadro del padre caído en el suelo.
—¿Qué día es hoy? —preguntó, como si regresara de un viaje.
Nadie respondió.
Ahora está solo en una habitación sin ventanas. A veces, cree que el consultorio sigue allí, que aún puede ayudar a alguien. Escucha pasos. Escucha pacientes. A veces escribe diagnósticos en el aire. El reflejo del espejo se niega a devolverle la cara.
Pero la voz —esa voz— todavía lo visita.
“Uno más, Elías. Uno más. Solo necesitamos uno más.”
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