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- Luis Garmendia
Amo las grúas desde que las vi construir las torres de Parque Central en Caracas. Cuando era niño, solía sentarme en el arco de la entrada de mi casa en San Agustín a observar a aquel bosque aéreo de cuellos interminables cuyos picos danzaban ceremoniosos, izando y colocando con precisión los materiales que hacían brotar los dos enormes troncos de concreto entre ellos. Soñaba con operar una, con someter a una de esas bestias colosales, como un dios que tiene al alcance de su mano la palanca que puede liberar la carga y, si lo desea, interrumpir con un rayo de cemento o de vigas los destinos que se apretujaban sudadísimos en el autobús Silencio— Parque Central-Plaza Venezuela varias decenas de metros más abajo.
Las grúas tienen algo de brutal también, son los signos de esa etapa grotesca de toda la ingeniería que precede a la develación del objeto arquitectónico. Siempre las asocié a una vieja serie japonesa cuyo protagonista, un niño salvaje de unos once años, dominaba una isla desierta sentado en la cabeza de un brontosaurio formidable. Así me veía: dando mi grito selvático desde de lo alto del Príncipe-grúa Dinosaurio para advertir a los invasores extraterrestres y a los terrestres invadidos que aquí mando yo, y yo los jodo cuando me dé la gana.
Fue también gracias a las grúas que amasé mi fortuna, a las grúas y a mi compadre Carlos Luis, que me llevó a empujones al negocio: “Esta es la máquina de hacer dólares. Tú pones los bolívares para arrancar y el nombre de tu empresa, mi amigo me mueve los dólares preferenciales, nos autorizan para traer tres contenedores de repuestos para grúas, traemos uno, repartimos lo demás entre tres y así vamos cada trimestre”. Fueron cuarenta y ocho trimestres de “así vamos” que teóricamente convertían a Venezuela en el granero del mundo de los repuestos para grúas, y en la práctica a nosotros en emprendedores patriotas en los que siempre se podía confiar para negocios futuros.
Cuando se abrió en Caracas un nuevo restaurante flotante, esos magníficos ingenios capaces de valerse de una grúa para elevar una mesa selecta muy por encima de cualquier miseria y observar la ciudad desde la cabeza del príncipe dinosaurio, mi socio me invitó a lo que sería la cena inaugural, “¿quién se merece esto más que nosotros, compadre?”, me dijo mientras veíamos la grúa aparecer en el paisaje.
Una muchacha con aire de azafata de aquella Pan American de aviones cabezones y palaciegos nos dio la bienvenida, nos explicó la “experiencia de servicio” y nos advirtió sobre la imperiosa necesidad de atarse a la silla en todo momento, porque aquí se podrá presumir mucho, pero no levantarse un momentico al baño para chatearle a la amiga a ver si está de acuerdo con te vayas con el tipo esta noche ni salir un ratico a fumarse un cigarro y ya vuelvo ni mucho menos mear, mosca con las cervezas. Un pequeño bamboleo inicial anunció nuestro despegue; Armstrong y Aldrin de gastronomías domingueras nos dispusimos a nuestro viaje. El ruido de la grúa apenas se sentía, sin duda este equipo se trataba de un espécimen superior, pues nos ascendía con un movimiento suave, sedoso, un arrullo. Estábamos pues en el punto de no retorno, llenos de curiosidad, pletóricos de sonrisas y de chistosidad ruidosa, protegidos por sendas arepas pelúas que comimos para prevenir el desagradable efecto de vacío que las proporciones de este tipo de cocina provocan en el patán desinformado.
Nos recibieron con unos cocteles humeantes y coloridos que tomamos al ritmo frenético del ambiente musical y las variaciones de color de los neones mientras una muchacha muy hermosa, seguramente una modelo o una influencer, nos filmaba con su celular desde el frente de la barra, previniendo con una sonrisa blanquísima y cuidadosamente esculpida cualquier objeción de nuestra parte a ser recogidos en su crónica de Tik Tok. Cada cierto tiempo, su compañera, una joven muy rolliza de lentes, cara redonda y una expresión escéptica o de cierto desprecio, le hacía acotaciones a los audios que la muchacha grababa; posiblemente se trataba de una amiga que había conocido otros restaurantes similares y daba un toque crítico al reportaje. Me sobresaltó un poco el grito de un joven a mi lado, que reclinó totalmente su silla: “¡Eres beeeella, Caracas!”, le vociferó a la ciudad invertida en su mirada. “¡Díselo a Petare, guevón!, le respondió uno de sus tres acompañantes y luego comenzaron una risa polifónica con algunos recitativos de “¡Qué rata, marico!”.
La primera entrada bien pudo llamarse “Cagarruta del Chef”; fue una especie de paté de unos 10 centímetros de largo puesto en el centro de un plato capaz de albergar cómodamente a un T-bone steak, decorado con perlitas multicolores. Sabroso y brevísimo. Lo siguieron unos croutons especiados flotando en alguna crema aburrida y sosa y, como plato principal, un pequeño corte de pechuga de pollo coronado por una reducción largamente explicada en el menú, pero que me supo a mermelada de fresa con un toque de vinagre. Sentí que un hastío irresistible coloreado con los neones cambiantes y los tragos brillantes y volteé a mi lado izquierdo, donde estaba el muchacho de la Caracas beeella. Me sonrió y le correspondí cortésmente, luego tomé su mano derecha y le arranqué su dedo índice de un mordisco. Lo sostuve como si fuera un tequeño y comencé a roer su carne mientras él me veía con asombro. Uno de sus amigos soltó una risita nerviosa que se fue tornando en carcajada en la medida en que se le iban uniendo las risas de otros comensales. El muchacho se detuvo en la observación de su mano ensangrentada y finalmente también comenzó a reír a mandíbula batiente. Entonces se volteó hacia el otro lado y mordió la nariz de uno de sus amigos, quienes rieron aun más estruendosamente mientras masticaba el lóbulo de la punta, “¡Coño, la nariz, marico, que rata!”. Los otros dos amigos comenzaron a devorarse los antebrazos entre sí, y una señora muy elegante que estaba sentada un poco más allá tomó el cuchillo del Chef y le cortó el brazo a su esposo, ofreciéndoselo amablemente a la influencer, quiende inmediato comenzó a filmarse mientras lo aderezaba junto con el matrimonio. Luego, tomó el cuchillo e hizo un tajo en la barriga de la amiga gorda que la acompañaba, una masa amarilla y gelatinosa comenzó a salir del vientre, la influencer la probó y sugirió usarla como crema para los croutons. Las siguientes comensales, tres jovencitas cuya conversación jamás logré escuchar, pero que articulaban con vaivenes laterales de sus mandíbulas, saltaron la barra, abrieron la cavidad abdominal de uno de los mesoneros (quien inexplicablemente intentaba resistirse) y comenzaron a remover sus vísceras para usarla como bol para la crema de gorda.
El chef — hay que reconocer una bien afinada vocación de servicio en este hombre– de inmediato se abocó a ayudar a los comensales a dar una hermosa presentación al bol-mesonero, para lo cual apeló a la manguerita que introducía humo en los tragos e hizo una especie de volcán por el que corría la grasa de la gorda a modo de ríos de lava que eran recogidos y degustados con los croutons. Huelga decir que la reciente pieza de cocina inspiracional fue parte de una serie de selfiesy videos en vivo transmitidos a las redes sociales. Todo este alboroto no nos permitió observar que la muchacha rolliza había perdido una gran cantidad de masa y se deslizó por entre las correas que la sujetaban a la silla. Cayó con un ruido seco, un crack de cosa rota, gracias al cual el personal en tierra notó nuestra actividad. Todos corrieron fuera de la instalación, como si pudiesen escapar.
Todos los personajes y lugares de esta narración son enteramente ficticios. Cualquier parecido con la vida real sería una vergüenza.
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