Relatos apócrifos sobre una ciudad que ya no existe, o que tal vez nunca existió. Crónicas ficticias que orbitan sobre las montañas de una Mérida desdibujada por la memoria, el deseo y la literatura.
En un altar improvisado, reposaba un libro de tapas negras gastadas y papel tan delgado como las Biblias que reparten los evangelistas. —Nadie lo toque —nos advirtió la bruja que lo resguardaba—. Tiene demasiada energía.
Esto me lo dijo Nataly, que a su vez se lo había dicho Horacio, mucho tiempo después de que yo ya me hubiera ido: Mérida es una ciudad tan rara que la gente tenía que saber un poco de filosofía para poder ligar.
Teflón no mintió. Pero tampoco me dijo toda la verdad.
No supe cuándo crucé la línea, si es que alguna vez existió. Tal vez fue cuando el artesano argentino me estafó con los hongos
Teflón me hizo pasar sin grandes aspavientos. Me ofreció un cigarro a medias y, aunque no fumaba mucho, acepté, dándole una buena calada como quien escribe la última línea de una tésis en una sola noche.