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TODOS SE HACEN PASAR POR TODOS

No supe cuándo crucé la línea, si es que alguna vez existió. Tal vez fue cuando el artesano argentino me estafó con los hongos solo para darme la dirección de Teflón. O cuando discutí con un ciego que insistía en que el transbordador que explotó fue el Columbus y no el Challenger. Cuando se quedó sin argumentos, me retó a un duelo de no parpadear. Perdí.

Para entonces ya no escribía, ni leía, y estaba dejando de soñar con hacerlo. El Rayuela pirateado que le compré al mantero de Las Heroínas seguía abierto por la misma página, cubierto de migas de pan y humedad de mochila. Tenía un diente partido, dos costillas magulladas y una certeza que se parecía demasiado a una iluminación febril: en Mérida había varias ciudades al mismo tiempo. Yo entendí que había al menos dos: la exterior y la interior.

Al principio intenté adaptarme a la que estaba más a la vista.

Fui a la facultad a preguntar por las clases. El vigilante me cerró la puerta en la cara con una solemnidad que parecía escrita por Esquilo:

—Las clases comenzarán cuando comiencen.

Me fui caminando por la avenida. Traté de encontrarle gracia a la ciudad exterior. Comí helado de arequipe en Mimos. Fui por churros en la Plaza Bolívar. Me senté en los escalones de la estatua del Libertador y un policía me ofreció un rolazo por “falta de actitud cívica”.

—Se te van a podrir esas patas, flaco —me dijo, con tono casi paternal—. ¿Cuánto metes de pie?

Y recordé que, en nuestro primer encuentro, Teflón ya me había advertido lo mismo:

—Vas a necesitar unas botas de cuero —me dijo— y un libro menos cursi.

En Mérida, si no estaba lloviendo, estaba por llover. Si no estaba por llover, bastaba con volver en quince minutos. No llovía: escampaba.

—Tengo unas buenas que te puedo dejar baratas —dijo el policía—. Están en el comando. Botas Militares. Las tenía un tipo que ya no las necesita.

No pregunté qué tipo. Ni por qué ya no las necesitaba.

Me las probé más tarde, detrás de un módulo medio abandonado. Al instante supe que ese par nunca perteneció a la misma persona: la izquierda, negra, con cierre, casi sin suela; la derecha, azul oscuro, media talla más pequeña.

—Eran de un Punk —me explicó— como si hablara de un alien.

No eran perfectas, pero servían. Caminé. No expulsaban agua ni olían a muerto. Me servían.

Días después, en la pensión, alguien dijo que a un chamo lo habían soltado descalzo después de una redada en Belén. Que desde entonces no hablaba. Pero quién sabe. Mérida estaba llena de historias así.

En vista de lo mal que me había ido con las librerías, intenté probar suerte con las bibliotecas. Comencé y terminé con la Biblioteca Bolivariana. Absolutamente literal: los estantes —donde solo había libros que hablaban del Libertador— parecían organizarse por grados de lujuria patriótica: desde el prócer niño hasta el Bolívar agónico, siempre con el torso al aire, con esa mirada febril y húmeda. Me crucé con miembros de la Sociedad Bolivariana organizando actos solemnes que incluían décimas con rima consonante y ofrendas florales que olían a desinfectante. Todo con una seriedad que bordeaba lo homoerótico: Bolívar como Dios tutelar, como ídolo gimnástico, como esposo metafísico de toda la ciudad.

Lo que vino después fue peor: el miedo a quedarme quieto. A convertirme en parte del decorado de esa Mérida exterior, limpia, ordenada, perfumada a fresa con crema. Esa Mérida no era peligrosa. Era peor: era aburrida. Y presentía que si me quedaba en esa capa de la ciudad, iba a morir. No metafóricamente. Morir de tedio.

Al principio creí que era solo un turismo mal entendido, una pasión ingenua por las postales costumbristas. Pero con los días se fue volviendo más espeso. Todo estaba normado. La poesía debía sonar a misa. La pintura seguía venerando santos, montañas, familias en procesión. El arte era una continuación del púlpito. Las exposiciones olían a incienso. En los recitales se hablaba más de apellidos que de versos. Poetas con linaje, con busto de abuelo en la Plaza Bolívar, madre en el consejo parroquial y tío obispo emérito de la Sierra Nevada.

Me tomó un tiempo entenderlo: en esa Mérida institucional —la Mérida que se nombra a sí misma— todo el mundo sabía su lugar. Y si no lo sabías, te lo hacían saber con una sonrisa. Era una ciudad hecha de capas, pero ninguna diseñada para que uno se quedara. O eras parte de los nombres —los de siempre, los del escudo familiar, los de misa de seis— o eras turista, o eras problema.

Yo no tenía linaje. Ni apellido doble. Ni pasado en la ULA.

Por eso tenía que encontrar a Teflón. Él representaba la puerta. La entrada a la Mérida interior. La otra. Esa donde las reglas no se publican, se murmuran. Donde te podían caer a coñazos por leer a Benedetti o por escribir en una servilleta. Esa Mérida que podía costarte un diente, pero que al menos no era aburrida.

Llevaba días repitiendo pantalones y usando medias del revés. En la pensión no había lavadora. Solo una batea donde alguien había dejado fermentando cáscaras de cambur para “hacer ajenjo”. Nadie las tocaba. Ni siquiera el flaco de Forestal, que cultivaba hongos en frascos y los clasificaba por olor, textura y riesgo epiléptico.

Me acordé de los Peñailillo, Pablo y Lili. Exvecinos de Caracas que ahora vivían en Los Sauzales.

Los llamé desde un teléfono público. Funcionaba, aunque había que apretar los números con decisión y taparse un oído por el ruido de los buses. Marqué con cierta timidez.

—¿Aló? —dijo una voz de mujer, rápida y en tono de cocina.

—¿Lili? Habla Simón. El hijo de Marta. De Caracas. Me dijo que los llamara...

Hubo un silencio breve, de reconocimiento. Luego, el cambio de tono exacto, como si me hubiera estado esperando sin saberlo. Lili, por ese don que tienen las mamás bien entrenadas, hizo las preguntas justas, sin rodeos. Y así terminé tomando jugo de guayaba, comiendo pan de guayaba y bocadillo de guayaba, mientras esperaba un ciclo de lavado completo en la sala de su apartamento.

Toqué el timbre con la mochila al hombro. Me abrió Pablo, con cara de “¿qué weá hiciste ahora?”, pero se le aflojó al verme.

—¡Simón! ¡Es el hijo de Martita!

Lavé mi ropa. Pensé en mi vida. Me gustó volver a oler a mimosín.

Volví a Las Heroínas, que era como la embajada de la ciudad interior, ya no con la esperanza de encontrar a Teflón, sino de preguntar por él. Me acerqué a una trabajadora de la alcaldía que barría hojas secas.

—¿Usted conoce a un tipo que le dicen Teflón?

—¿Negro, flaco, chaqueta de cuero? ¿Fumador empedernido? —preguntó.

—Sí.

—No lo conozco.

Luego me abordó el artesano argentino. Torso desnudo, poncho, pipa de bambú y una trenza tan apretada en la cabeza que parecía imposible pudiera parpadear.

—¿Vos buscás a Teflón?

—Sí.

—Eso dicen todos. Ya no se llama más Teflón. Ahora se hace llamar Telgopor, digo... Anime.

—¿Anime? —pregunté, con un desconcierto sincero—. ¿Pero por qué Anime?

El artesano se encogió de hombros, como quien ya ha tenido esta conversación demasiadas veces.

—No será por lo blanco —dijo, y se cagó de la risa.

—¿Pero de qué lo buscás? Anime hace meses que no pisa estas veredas.

Me quedé colgado en lo del nuevo nombre, sí. Pero más todavía en eso: meses sin pasar por Heroínas. No cuadraba.

—Pero si hablé con él hace unas semanas —dije.

—Imposible, flaco. Anime no puede andar por este territorio desde lo de... —se detuvo, como si hubiera recordado que estaba hablando con alguien que todavía no había sido iniciado—. Pero decime, ¿de qué lo buscás?

—Me dijeron que me podía ayudar.

—¿Con qué?

—Con entender algo.

—Eso se paga, flaco. ¿Tenés algo?

—¿Algo?

—Ganja, rupi, merca, clonacho, jarabe para la tos. Esto es Mérida, no la UNICEF.

Me miró con una mirada amenazante como decidiendo si iba a quitarme los zapatos o la mochila.

—Además, ese que vos viste… capaz ni era él. Acá todos se hacen pasar por todos.

Le di las gracias y me fui.

Seguí buscando. Pregunté por aquí y por allá. Nadie lo conocía. O todos lo conocían. El desfile de versiones. Gente que lo había visto escribiendo sobre el lomo de un perro callejero. Gente que decía que Teflón era dualidad. Que estaba muerto. Que volvió a ser niño. Que nunca había existido. Que era un invento de un taller de poesía del 73.

Caminando por el pasillo de las fotocopiadoras, una mañana me encontré al Conde Azul. Estaba sentado en una escalera con una resma de papel bond y una bolsa de pan dulce.

—Estoy imprimiendo el último número de La Gacela Polar. Si me ayudas con una moneda, te pongo en los créditos.

—¿Conoces a Teflón? —le pregunté y le di una moneda de un fuerte.

—Teflón era electricista —dijo mientras escribía mi nombre en una hoja, en la parte de “otros agradecimientos"—, se electrocutó en el 81 cambiando unos bombillos en la gobernación. 

—Ese no es —le dije.

—Entonces no vas a encontrar al que buscas.

—¿Por qué? —Porque todavía no has sido aceptado.

Y se fue. Así, con su pan y su resma.

Volví a la pensión. Le pregunté al flaco de Forestal si todavía tenía hongos sin especificar para qué, lo que revelaba mi ignorancia en el tema.

—¿Quieres para viaje, para una pizza o para mejorar tu sistema inmune? —me preguntó.

—Viaje —intuí la respuesta.

—Esos se acabaron. Pero esta noche la Hechicera va al potrero. Dicen que salieron de nuevo.

Esa noche bajamos por una trocha cerca de las queseras de la ULA. La Hechicera ya estaba ahí. Descalza, una cesta en una mano y un linterna de luz roja en la otra

—Busquen los que tiemblan sin brisa —nos dijo.

Cortamos cuatro. Uno se puso azul al partirlo.

Psilocybe caerulescens. Si lo partes, se ponen así. Como el cielo antes del colapso.

Volví a la pensión con la bolsa. Me dormí. Soñé sueños que no eran míos. Al día siguiente volví a la plaza.

El artesano me vio desde lejos y sonrió.

—Sabía que ibas a volver. ¿Trajiste? Le mostré la bolsa.

—Esto parece mierda, pero es buena mierda.

—¿Y Teflón? —Preguntá por La India. Vive por la subida del Caucho. Antes de la curva. Todos saben quién es. Nadie le dice así en la cara.

—¿Es su novia?

—Algo así. Si Anime —insistía en no llamarlo Teflón lo que me hacía dudar de la veracidad de la información— no está con ella, está en otra. Pero ella siempre sabe. Siempre está.

Y la advertencia:

—Allá no preguntan si eres poeta o policía antes de clavarte el cuchillo.

Caminé. Subí la loma como si fuera una penitencia. Pregunté por la India. Me dijeron: “La casa con las cayenas y el perro que parece mudo”.

Me abrió. Cara de lunes a las siete, aunque fueran las once.

—¡Teflón! —gritó sin siquiera saludar. 

Y apareció. Como si nada. Como si todo. Short de jean, franela batik, sandalias huaracha con más polvo que camino. Me miró y se cagó de la risa.

Yo también me reí. No por alegría. Por pura y absoluta resignación. Y me enteré de dos cosas. Una: no se había cambiado el nombre a Anime. Dos: me habían robado con los hongos pues la misma información me la hubieran dado a cambio de un blister de pastillas anticonceptivas.

Pero qué importa. Al final, la bolsa de hongos era solo la tarifa mínima para que alguien me dijera:

—Bienvenido, flaco.

Serie: Mérida, ciudad Perdida (1990–1993)

4 de 5

Relatos apócrifos sobre una ciudad que ya no existe, o que tal vez nunca existió. Crónicas ficticias que orbitan sobre las montañas de una Mérida desdibujada por la memoria, el deseo y la literatura.

Serie completa: ~25 min
5 relatos

Cronología de la Serie

El evangelio según Asdrúbal

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“Apareciera yo” o cartografía para extraviarse

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No hay way back

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