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- Alan Chaya
Mientras podaba las ligustrinas bajo el sol agobiante de diciembre, rompí por descuido uno de los doscientos duendes que custodian el jardín de doña Elisa. Ella, colérica, me echó sin pagarme un centavo.
No quería volver a casa con los bolsillos vacíos, así que me recosté en un tobogán a contemplar el anochecer. Las luciérnagas estallaban a mi alrededor, celosas de las luces navideñas con que los vecinos decoraron sus fachadas.
A pesar de todo, sentía algo de pena por ella: imaginé a doña Elisa velando en soledad los restos del duende, en algún rincón de su quinta.
Más tarde, me asaltó un recuerdo vago de la infancia: me hamaco solo en la plaza de mi ciudad natal, lloro, y mi corazón parece un pájaro recién enjaulado. Al tomar altura, me lanzo de un envión hacia la luna llena.
A veces creo que los juegos de las plazas son máquinas del tiempo truncas. Aunque, quizá esa vez, funcionaron.
De otro modo, ¿cómo se explica el abismo entre aquella infancia difusa y esta adultez vacía?
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