Publicado

Versus

No era la primera vez que hacía de novio prestado. A esta altura ya era casi un servicio: sonrisa medida, mano suelta, anécdotas calibradas. Pero sí fue la última vez que volví de una juntada con algo pegado a la espalda. Algo que respiraba conmigo. Que caminaba conmigo. Que hablaba cuando yo no hablaba. Algo que no era mío. O que, quizás, siempre lo fue.

Todo había empezado con Romi. Mi amiga desde hacía años, tan hermosa como incapaz de tomar decisiones sanas. Me había pedido que la acompañara a una reunión con sus nuevos compañeros de trabajo y que me hiciera pasar por su chongo, así dejaban de joderla con el temita de la soltería. Acepté, claro. Porque era un boludo. Porque en algún punto todavía creía que, si jugaba bien mis cartas, algún día iba a enamorarse de mí.

Pero no era conmigo con quien quería jugar esa noche.

La pasé a buscar en mi Toyota Corolla, recién salido del concesionario. Trabajaba en una multinacional importante, tenía obra social prepaga y dos tarjetas platinum que no usaba, pero me daban estatus. Romi, en cambio, había empezado como recepcionista en un consultorio médico con nombre pretencioso. La juntada era con sus nuevos compañeros.

Cuando bajó del edificio, entendí todo sin que dijera nada.

Jean negro al cuerpo, blusa blanca sin corpiño, y esa manera de caminar que parecía flotar sobre sus propias decisiones. Tenía la belleza de alguien que no te estaba mirando a vos, sino a otra cosa. Una mirada que pasaba por encima tuyo como si fueras parte del mobiliario urbano. Y eso, claro, me calentaba más.

—¿Fumamos un porro antes de entrar? Por si era un embole —le propuse.
Dale. Y de paso repasábamos el acting, que no quería que sospecharan.
—¿Sospecharan qué? —me hice el boludo.
—Que no estábamos juntos, boludo —dijo ella, sonriendo apenas—.
Tenía que bancarla esa noche. Si alguien preguntaba, éramos algo, pero sin etiquetas.

Estacioné a un par de cuadras, puse "Shine" de Las Pelotas y, mientras armaba, Romi tiró el plan:

—Nos habíamos conocido en Chankanab. Esa noche no pasó nada, pero chapamos. Después fuimos a cenar al Museo Resto-Bar, y ahí sí: pasó lo que tenía que pasar. Desde entonces, relación abierta, sin compromiso. Si preguntaban, decíamos que nos veíamos de vez en cuando. Punto. Nada de detalles. No quería que se metieran en mi vida.

—Me gustaba —le dije, exhalando una pitada larga—. ¿Y ahí nos besamos?
—Ni lo sueñes —se rió—. Sabías que me incomodaba el afecto delante de la gente.

La fiesta era lo que se esperaba: asado, música alegre, Fernet en vasos de plástico. Gente con ganas de caer bien. Todo en orden. Todo según el plan. El plan que, en mi cabeza, incluía una noche a su lado.

Me alejé para fumar un cigarro. Y ahí la vi.

Romi hablaba con una chica. Se reían. Muy cerca. Se tocaban el brazo. Y en los ojos de Romi vi algo que nunca había visto conmigo. Un brillo íntimo. Una especie de entrega.

No fue una epifanía. Fue una certeza, de esas que caen despacio, como si ya estuvieran adentro y uno solo las estuviera mirando llegar.

Romi era lesbiana.

Y por primera vez entendí que nunca hubo un plan. Al menos no uno que me incluyera.

Me acerqué al parrillero para despejarme. Para mi sorpresa, me topé con uno de verdad: gordo, musculosa ajustada, tatuajes mal hechos, pelado con colita y una barba larga, prolija. No era como esos parrilleros de publicidad, todos flacos, sonrientes y con delantal limpio. Este tipo parecía haber nacido al lado del fuego.

—¿Cómo va el asado? —le pregunté.
—Viento en popa —respondió sin mirarme, como si me conociera de antes.

Le ofrecí un vaso de Fernet. Lo aceptó sin decir gracias.
—¿Cómo te llamás? —me preguntó.
—Tato. ¿Y vos?
—El Vikingo —dijo, con una sonrisa torcida—. Ya te imaginarás por qué.

No me imaginaba nada, pero asentí. Me apoyé en la baranda. Él miraba las brasas como si le hablasen.

—Sabés que yo tengo un tercer ojo —largó, sin mirar.
—No me vengas con eso —me reí, sin muchas ganas.
—Posta. Tocá —se señaló la frente con dos dedos gruesos y chamuscados.

Le seguí la corriente. Apoyé los míos.

—¿Ves? Como un chichón. Redondo, suave.
—Sí, sí… lo noto —mentí.
—Veo cosas. Más allá de lo que se ve.
—Dale, tirá una —le dije, medio en chiste, medio en serio.
—Necesito las cartas.

En la mesa había un mazo de truco, ajado y desparejo. Se lo pasé. Mezcló lento, murmurando cosas que no eran palabras. Después cortó y tiró la primera.

—Primera carta: cuatro de copas. Vos y ella están al lado, pero no están juntos. No lo estuvieron nunca.
—Eso se nota si mirás dos segundos —dije, tratando de sonar firme.

Tiró otra.

—Segunda: siete de espadas. Vos sentís algo por ella. Lo sabe. Pero no lo quiere. Ni puede.

La frase cayó como piedra. No dije nada.

—Tercera: ancho de basto. Cuando eras pendejo hiciste algo jodido. Algo que no contaste. Algo que sigue ahí, como un perro durmiendo bajo la cama.

Tragué saliva. Miré las brasas. Me ardían los ojos.

—Cuarta carta: dos de oro. Alguien te cuida. Una mujer. Vieja. Fuerte. Escucho un nombre... Elvira.

Sentí el golpe en el pecho. Literal. Como si me empujaran.

—Sí... —dije, apenas—. Mi abuela.

El Vikingo no levantó la vista.

—Está acá. Al lado tuyo. Me dice que no te va a dejar solo.

Me di vuelta, como un idiota. Como si realmente pudiera verla.

—¿Dónde está? —le pregunté, con voz ronca.
—Ahí mismo. A tu izquierda. No se va porque sabe que alguien te quiere hacer daño.

Me paré como si me hubieran sacado el aire de golpe. Todos me miraban. Romi se acercó, quiso tocarme el brazo, pero la aparté con suavidad. No brusco, pero firme. Como si su contacto pudiera confirmarlo todo.

El miedo no se siente como en las películas. No te inmoviliza. Te vacía. Te deja funcionando con lo que queda. Salí de ahí sin mirar a nadie, mascullando una disculpa que nadie escuchó. Caminé hasta el auto. No sé cómo crucé la calle sin que me llevaran por delante.

Subí. Cerré la puerta con un golpe seco. Me quedé un momento en el asiento, con la frente apoyada en el volante. El interior del Corolla olía a auto nuevo y a perfume barato. Pero más que nada, a encierro.

Afuera seguía el ritmo idiota de la fiesta: risas, voces, un tema de Los Auténticos Decadentes que sonaba como si nada importara. Y yo ahí, en el único lugar donde algo se estaba rompiendo. Como un lago congelado que empieza a rajarse desde adentro, despacio, pero con un sonido seco, irremediable.

Arranqué con violencia. No sabía a dónde iba. Sólo quería avanzar. Manejé rápido, con los hombros duros, las manos frías. Como si acelerar pudiera arrancarme de todo eso.

Las luces de la ciudad se repetían como en un loop mal hecho. Vidrieras, paradas de colectivo, motos mal estacionadas. Y entonces, como si alguien encendiera un fósforo justo en el centro del pecho, volvió esa imagen.

El arma. El click seco. La bala que no salió.

La había guardado como un error técnico. Como un “no era tu momento”. Pero esa noche entendí que no fue azar. No fue suerte. Fue otra cosa. Otra fuerza.

Miré el espejo retrovisor. Y ahí estaba.

No era alguien. No tenía forma. Era apenas un cambio de textura en la oscuridad. Una interrupción en el fondo. Como cuando el televisor se pone gris y sabés que algo anda mal aunque no puedas nombrarlo.

Pisé el freno. El pedal bajó. Nada.

—¿Qué carajo...? —susurré.

El motor respondió solo. Subió de revoluciones como un perro que huele sangre. El velocímetro subía, sin mi ayuda. Intenté controlarlo. No pude. El auto corría por la avenida como si tuviera voluntad propia. Las luces de los semáforos pasaban como estallidos de colores.

Intenté girar. El volante no se movía. Estaba rígido, como si alguien más lo sostuviera.

Y ahí lo sentí. Una presión en el hombro izquierdo. Firme. Tranquila. Como una mano que quiere calmarte, pero no te pregunta si puede hacerlo.

Y la voz. Su voz.

—Frená. Ahora.

No fue el susto. Fue el reconocimiento.

No necesitaba verla. La conocía desde antes de que tuviera lenguaje. Y con ella, un olor: colonia Veritas y algo de crema Nivea, mezclado con almidón viejo y sopa de arroz. El aroma de las casas donde ya no vive nadie.

No dudé. Cerré los ojos. Giré el volante con todo lo que tenía. El auto se levantó, casi flotó en dos ruedas, dio un giro extraño, como en cámara lenta, y cayó seco. Sin explosión. Sin dramatismo. Rebotó contra el guardarraíl como si simplemente hubiera llegado a su destino.

El motor murió. El silencio se abrió como una flor.

Respiré. Sentí la sangre en las sienes. La adrenalina bajando. Todo el cuerpo temblando, pero entero.

Miré por el retrovisor. Nada.

Pero el asiento trasero estaba marcado. No sucio. No húmedo. Marcado. El tapizado quemado. El contorno de una espalda. Hombros, nuca, brazos. Como si el cuerpo de alguien se hubiera hundido en la tela y dejado ahí su sombra calcinada.

No sé cómo volví. Tengo lagunas. Sé que llegué. Que cerré la puerta. Que me tiré en la cama con toda la ropa puesta.

Me despertó el timbre. Insistente. De esos que suenan como si supieran lo que hiciste.

Fui a abrir. Romi. Con dos cafés de Starbucks en la mano y una bolsa de medialunas.

Estaba impecable. Como si la noche anterior no hubiera existido. Yo, en cambio, parecía haber salido de un incendio.

—Te traje desayuno —dijo—. Quiero saber cómo estás.

La dejé pasar sin decir nada. Me desplomé en el sillón.

—Nos dejaste re colgados. ¿Qué te pasó? ¿Qué te dijo el Vikingo? A veces se le va la moto. Empieza con lo esotérico y no para.

Me froté la cara. Me dolía todo. Pero más que nada, el lugar adonde no quería volver.

—Me dijo cosas que no podía saber.
—¿Qué cosas?
—Mi abuela. Elvira.

La taza de café se quedó suspendida entre sus manos.

—¿La que murió sola?
—Sí. Vos viniste al velorio.
—Pero eso lo sabe cualquiera.
—No así. No así.

Me acomodé. No para estar mejor, sino para tener dónde caer.

—Después, en el auto… vi algo. Una sombra. En el asiento de atrás. Y cuando frené —si es que frené—, había una marca. Una quemadura. Como si alguien se hubiera quedado ahí. Sentado. Viéndome manejar.

Romi resopló. Su clásica forma de empujar el drama bajo la alfombra.

—Tato, estabas dado vuelta. Porro, Fernet, la situación...
—No fue eso —dije—. Esto fue otra cosa.

Nos quedamos callados. Sentí que iba a llorar, pero no. No era eso tampoco. Era algo más espeso.

—Che… ¿por qué nunca me contaste que te gustaban las minas?

El silencio que vino después fue más fuerte que cualquier afirmación.

—Porque nunca me lo preguntaste.
—No sé. Siempre me pareció raro que no te engancharas con un flaco. Pero pensé que eras jodida, no que...
—¿Nunca te diste cuenta? —me interrumpió—. Siempre estuve rodeada de mujeres.
—No. En serio que no.

Me quedé un segundo mirando el café. Después hablé.

—Igual… en algún momento sentí cosas por vos. Me confundí.

Ella sonrió. Pero fue una sonrisa rara. Como de ternura y burla a la vez.

—Eso no te lo creo. Te estás haciendo el boludo.

No respondí. No podía desmentirlo ni confirmarlo.

Salimos. Fuimos al auto. Revisamos el asiento.

Nada.

Tapizado perfecto. Sin marcas. Sin señales. Como si la noche anterior se hubiera reseteado. O como si todo hubiera sido solo mío.

—No hay nada, Tato —dijo Romi, después de revisar por su cuenta—. Literal, ni una manchita. El asiento está impecable.

Me quedé mirando la tela gris como si pudiera obligarla a mostrar algo. Una prueba. Cualquier cosa.

—Capaz fue un sueño —agregó ella, con voz más suave—. Pero de esos que parecen reales. A mí me pasa a veces. Mezclás cosas del pasado con lo último que viviste y se te arma una película en la cabeza. Y si encima estás cruzado de alcohol y porro…

—No fue un sueño —dije.
—Bueno —dijo, sin discutir—. Entonces fue algo que solo viste vos.

En otro momento, quizás le habría creído. O querido creerle. A lo mejor sí fue eso: una mezcla de miedo, deseo y resaca. A lo mejor lo inventé todo para no admitir que Romi nunca iba a elegirme. Que nunca lo hizo. Y que toda esa puesta en escena, la sombra, la abuela, el accidente, no eran más que otra forma elegante de no mirar lo evidente.

Pero no podía sostenerlo. No del todo.

—Igual quiero ver al Vikingo —dije, sin mirarla.

Ella seguía revolviendo el café con una varillita de plástico como si no me hubiera escuchado. O como si pensara que si no respondía, yo iba a olvidarme solo.

—¿Sabés dónde vive? —insistí.

Romi levantó los ojos.

—No. ¿Y vos?

Negué con la cabeza.

—Capaz alguno de tus compañeros lo tiene. Es compañero tuyo, ¿no?
—Ni idea. Capaz fue invitado de invitado. En esa oficina todo el mundo lleva gente. Podría ser el primo de la secretaria, o del radiólogo ese que no me banca.

No dijo más nada y se terminó el café de un trago.

—Igual —dijo, como al pasar—, creo que una vez lo escuché decir que vivía por La Boca. O Barracas. Uno de esos barrios donde todo parece cerca y todo queda lejos.
—¿Y cómo hacemos?
—No sé. Capaz en la agenda del consultorio está el número de la hermana, que es la que lo atiende a veces.
—¿Podés buscarlo?
—No ahora. Tiene que estar cerrada la oficina. Es domingo, Tato.
—Entonces vamos mañana.

Ella frunció el ceño.

—¿Vos estás bien?
—No sé.
—¿En serio querés ir a buscar a un tipo que se hace llamar el Vikingo porque tiró tres frases que te tocaron un nervio?
—Sí —respondí—. Porque si no lo veo, me va a seguir jodiendo. Porque lo que dijo no era cualquiera. Y porque no puedo seguir actuando como si nada.

Ella se encogió de hombros. Después agarró el teléfono.

—Dame un segundo —dijo—. Voy a ver si lo encuentro por Instagram.

Pasó unos minutos buscando. Yo la miraba de reojo. En algún momento se detuvo.
—Mirá —me mostró la pantalla—. Acá hay uno. "vikingo_tatuador". Tiene pinta.

La foto de perfil era él. O alguien muy parecido: torso desnudo, barba larga, tatuajes espantosos.

—Tiene un local —dijo Romi—. Está en Av. Regimiento de Patricios. ¿Vamos?

Asentí.

Nos pusimos los abrigos. No hablábamos mucho. Afuera, la ciudad seguía igual de indiferente a todo. Caminábamos en silencio, como si estuviéramos yendo a preguntarle algo a un muerto.

De camino al local del Vikingo, cruzamos una plaza. Era domingo. Había niños. Un globo atado a una muñeca. Señores tomando mate en reposeras de colores.

Pasamos frente a una mujer sentada sola en un banco de cemento. No se movía. No nos miró. Pero su reflejo en la ventanita de la caseta de seguridad, sí.

Me detuve un segundo. Fue apenas eso. Un titubeo en la marcha. No dije nada. No se lo conté a Romi. Solo seguí caminando, con esa sensación pegajosa que deja lo imposible cuando ocurre de forma callada.

La dirección era correcta. El local existía. Golpeamos las manos. La fachada estaba descascarada, con rejas oxidadas y un cartel de neón apagado.

—¡Abrí, Vikingo! ¡Somos Tato y Romi! —grité, sintiendo el eco devolverse como un insulto.

Silencio. Dos golpes más. Nada.

Finalmente, se abrió la puerta apenas. Él apareció detrás, como si ya supiera quién era.

—Váyanse —dijo. No estaba enojado. Estaba asustado.
—¿Qué te pasa, estúpido? —le tiró Romi, sin filtro.

El Vikingo la ignoró. Me señaló a mí.

—Con vos es el tema. Tenés algo adentro. Algo viejo. Algo que no sabe que está muerto. Y lo estás despertando. No vuelvas. No me busques más. Porque si lo hacés... se va a quedar.

Me quedé helado. Romi me miró, esperando que dijera algo. No pude.

—¿Qué te pasa, gordo hijo de puta? ¡Abrí la reja, te quiero preguntar algo! —grité, más por no quedarme callado que por convicción.

La puerta se cerró con un golpe seco. Final. Cortante.

Nos quedamos ahí, con el cuerpo tenso y la bronca mal distribuida. Yo sentía la mandíbula trabada. La respiración mal.

Romi me miró con una mezcla que no le había visto nunca. Ni bronca, ni miedo, ni tristeza. Una mezcla más turbia. Como si de pronto ya no supiera quién tenía al lado.

—Che, Tato… calmate. No sos vos.

La frase me partió. Porque lo pensó antes de decirla. Porque lo dijo como alguien que recién ahora ve algo que siempre estuvo ahí.

Y lo peor es que por un segundo pensé cosas feas. Breves. Inconfesables. Como si mi cabeza probara qué se siente ir un poco más allá. Como si todo ese enojo, ese miedo, esa sombra… fueran míos. De verdad.

Di un paso hacia la reja.

Romi me agarró del brazo.

—Pará, boludo.

Y en ese instante, la puerta volvió a abrirse.

El Vikingo salió otra vez, esta vez más rápido. No dijo nada. En la mano tenía el mazo de truco de la noche anterior, atado con una gomita vencida.

Nos miró fijo. A los dos. Pero cuando habló, fue solo para mí.

—Tomá. Esto es lo último que vas a recibir de mí.

Tiró el mazo a través de las rejas. Cayó a mis pies.

—Si volvés a aparecer por acá, te juro que te mato.

No gritó. No gesticuló. Solo lo dijo. Como se dice una verdad sabida.

Y se metió de nuevo. Esta vez sin darnos la espalda, como si esperara que lo siguiera. Pero no lo hice. No podía.

Romi soltó mi brazo.

—¿Qué carajo fue eso, Tato?

No tuve respuesta. Solo sentí que el mazo en el piso me reconocía. Como si ya supiera de qué lado estaba.

Me agaché. Lo levanté.

La gomita se desgarró sola.

Las cartas cayeron al suelo, desparramadas. Algunas boca arriba. Otras no.

El cuatro de copas.

El siete de espadas.

El ancho de basto.

Y una más que no había salido aquella noche: La sota de bastos.

Un tipo joven, con la mirada perdida y un palo en la mano. Alguien que no sabe si va a defenderse o atacar.

No dije nada. Solo las junté una por una. Y las guardé en el bolsillo de la campera, como quien guarda algo que va a necesitar más adelante.

COMPARTE

Tags

Fernet

También en portada: