- Authors
- Name
- Jesús Jaramillo
Cuando era niño, mi madre me enseñó a enhebrar una aguja. La clave, dijo, era mojar un poco el hilo y no tener prisa. Empecé con las agujas grandes, las fáciles. Luego fui avanzando, hasta toparme con esas otras que parecen mirar de vuelta. Aprendí a unirlas con el hilo en los ratos muertos, cuando la casa se quedaba suspendida entre el silencio y la desidia. Me volví el encargado de preparar la costura. No de coser, solo de ese primer paso, casi ritual. Preparaba el instrumento y lo dejaba a un lado para que alguien más se encargara de cerrar el mundo: calzones, manteles, medias, sábanas.
Esta mañana, la luz entraba como cuchillos sin filo sobre la cama deshecha. Me quedé mirando la sábana vieja, esa que me ha cubierto desde hace años. A pesar del tiempo, de las lavadas, del vinagre, del suavizante barato, conservaba algo intacto. Su olor. Un aroma sin nombre, mezcla imposible de canela y lavanda, de miel, de infancia, de cuerpo dormido. El Aleph, pensé. Mi Aleph. Todo el amor del mundo cabía en esa tela.
La conocí sin esperar nada. Pero supe, esa misma noche, que había encontrado lo que no sabía que buscaba. Volvieron escenas que ya no sé si son mías: el primer roce de las manos, los pies que se buscaban por debajo de la mesa, los latidos que se sincronizan como si algo supiera más que nosotros. Dormíamos tan cerca que, por momentos, me parecía que respirábamos con un solo pulmón.
Nunca entendí por qué se fue. No hubo explicación ni consuelo. Sólo esa tarde en que sus ojos dejaron de verme. Ni siquiera hubo lástima. Pregunté, busqué, cavé. Pero toda respuesta se escurría como agua en colador. Llegó un punto en que me cansé incluso de preguntarme.
El tren ya había pasado. Me tocó seguir, caminar con los pies arrastrando el recuerdo. Porque se supone que los hombres no lloran, y si han de perder, pierden en silencio. Por el bien de la trama, me dije.
Me limpié los ojos con un trozo de sábana, y al hacerlo, noté un pequeño desgarro. Nunca lo había visto. La dejé a un lado, me levanté y abrí el clóset. Sabía que en alguna parte habría una aguja, algún resto de hilo. Revolví todo hasta que aparecieron: aguja pequeña, hilo rojo.
Volví a la cama. Enhebré con calma. Tomé la tela entre las manos, aspiré hondo. Y sin pensarlo mucho, solté un carajo, ese tipo de carajo que no busca ofender, sino afirmar algo que todavía arde.
Había que intentarlo otra vez. No por nostalgia, ni por redención. Porque sí. Porque a veces lo único que queda es remendar.
Tal vez mi madre no estaría orgullosa, ni mi abuela. Pero incluso si el mundo insiste en que los hombres no deben amar, ni llorar, ni coser, yo igual voy a intentarlo. Voy a coser esta sábana como si pudiera invocar su cuerpo otra vez. Por si alguna noche, de esas frías de diciembre o septiembre, la vida decide hacernos un favor.
Toqué el borde del desgarro con la punta del índice. Alcé la aguja, la acerqué con cuidado, pero no fui capaz de pasarla. Algo me tembló. No las manos. Otra cosa. Escuché a lo lejos una moto pasar, una puerta cerrarse, alguien reírse en el piso de arriba. Entonces lo hice. No por fe, ni por amor. Por no quedarme quieto.
COMPARTE