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Aroma De Vuelta A Casa

La tarde escuece como la piel de Fermín, curtida por el sol implacable mientras el machete abre camino entre la maleza del cafetal. Pero en su mente sólo hay espacio para la imagen de María entre sus brazos. A pesar del cansancio, lo sacude un estremecimiento de placer.

En la cocina, María atiza las brasas del fogón. De la chimenea emergen volutas de humo, etéreas, juguetonas, formando anillos perfectos que el viento estira o disuelve en formas nuevas.

Fermín regresa de la parcela justo cuando el aroma del café recién colado llena el aire. Parece tener un reloj interno: siempre llega a tiempo para recibir la taza tibia de las manos de María. Bebe despacio, saboreando los tres años de espera, el amargo del esfuerzo, el dulce de la floración, la esperanza molida en cada grano. Cada sorbo le recuerda por qué no se rindió, ni cuando el gobierno le cerró las puertas ni cuando la roya amenazó su siembra.

Nadie sabe dónde queda el corazón del campesino. Fermín lo tiene en sus manos callosas, en la espalda que se dobla al sol cada día.

Nadie sabe que el alma del caficultor no está en su cuerpo. Fermín sabe que se dispersa en cada planta: cuida las hojas, espanta las plagas, acompaña el fruto. Nadie más conoce sus dolores, salvo María, que cada noche lo toca con ternura y amor, devolviéndole el aliento.

Fermín y María habitan una historia que rara vez imagina el citadino cuando muerde un mango o se deleita con un capuchino. El hombre de la ciudad vive sus propias angustias, pero casi nunca piensa en quienes hacen posible su mesa.

Un timbre lo saca de su quietud. El celular anuncia la llamada esperada: la invitación a la Feria Nacional del Café, en Caracas, para presentar su microlote de Café Monte Claro. La voz al otro lado es suave, entrenada. Le da instrucciones precisas para preparar la muestra.

En la feria, Fermín prueba un capuchino. No le gusta. Tampoco le convencen los que llevan licor o chocolate. Escucha atento los discursos sobre el tueste, el secado, las notas aromáticas. Pero ningún café se parece al de María: hecho en su cocina, pasado en una bolsa de tela que ya olvidó el blanco, teñida por los años y la borra.

La carretera de Caracas a Mérida se le antoja a Fermín una gran serpiente tragando carros. Recuerda cuando Juan decía: "En Caracas la gente no trabaja, se la pasa en la calle". Ahora sabe que el corre-corre también es trabajo, sólo que otro.

De vuelta en su tierra, lo despierta el canto del gallo. La faena lo espera. Le escuece la piel, otra vez. Toda su historia está escrita en su rostro: los surcos del esfuerzo, el sudor que empapa la ropa y se mezcla con el rocío.

Fermín no sabe si su café será premiado. Pero sabe que ya ganó algo: su alma, entera, vive en cada planta.

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