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- Pino
Teflón no mintió. Pero tampoco me dijo toda la verdad. De haberlo hecho, me habría evitado un labio partido, un par de costillas magulladas y un diente roto que todavía cargo como recuerdo.
Me cayeron a golpes al poco tiempo de que él me lo advirtiera en Las Heroínas, cuando me dijo —en su espanglish arrastrado— que tuviera cuidado con lo que leía y con quién me veía leyéndolo. Pero no fue por Benedetti ni por ningún otro. Para ser honesto, por aquellos días no podía leer a nadie. Había quedado en un estado de postración —no física, no exactamente—, más bien como si abrir un libro fuera un riesgo, una forma de exposición innecesaria. Como caminar descalzo por una calle donde ya no se juega a esquivar baldosas sueltas, sino a no pisar credos ajenos.
Terminé por meter en una caja los pocos ejemplares que me había traído desde Caracas. Algunos, inofensivos: El cuaderno de Blas Coll, de Montejo; Salvo el crepúsculo, de Cortázar; Animal de fondo, de Lezama Lima, con las primeras páginas sueltas. Otros, ya sospechosos: un Benedetti de tapas blandas con una dedicatoria de mi madre; El libro de los abrazos, que en Mérida —según supe después— equivalía a un pase directo a la lista negra; y un ejemplar manoseado de La musiquilla de las pobres esferas, de Enrique Lihn. Eran mis evangelios apócrifos. Y como tales escondí mis vergüenzas.
No podía saber si los libros eran malos —aunque algunos lo eran, con toda razón— o si simplemente yo no conocía las reglas. Porque en Mérida las reglas no se escribían. Se murmuraban. Cambiaban según el clima, el peinado del librero o el humor de un viejo poeta que vivía en las cuevas del Zoológico de Milla. Se cumplían con la seriedad de una secta. Había libros que, al abrirlos, te convertían en alguien. Y libros que, si te veían leyéndolos, te convertían en otra cosa: un farsante, un turista, un poseso. Nadie te lo advertía. Uno aprendía a punta de mirada ajena, de silencios cargados o —en el peor de los casos— a coñazos.
Empecé a deambular por librerías como quien va a confesarse sin saber cuál fue el pecado. En Mérida había más librerías que prostíbulos, pero los riesgos eran comparables.
La primera a la que entré se llamaba El Otro, Él Mismo. La atendía un gordo que usaba guantes blancos, hablaba en tercera persona y organizaba las estanterías por fecha de muerte del autor. No te dejaban comprar si no recitabas una línea sin titubear. Me ofreció un libro de Macedonio Fernández con un marcapáginas que decía: “Este libro no se lee. Se recuerda”.
Después fui a Ludems, por la plaza El Llano. Allí todos los libros estaban plastificados con cinta de embalar, como evidencias de un crimen no resuelto. Nadie te hablaba. Te seguían desde lejos. Cada tanto, alguien hacía sonar una matraca con tanta violencia que parecía un disparo. Compré un poemario por puro miedo. Ni recuerdo cuál.
Pero la más rara fue la del viejo Akirov, un inmigrante con acento de opereta y olor a alcanfor, que solo vendía literatura rusa. No rusa en general. Rusa exiliada. Escritores que hubieran perdido un hijo o una pierna o, idealmente, ambos. Nada de Gorki ni de Tolstói. Su especialidad era Platonov, Grossman y un tal Yákov Zúbov, que —según él— había sido borrado de la historia por robarle un perro a un capitán de la KGB. Cuando le pregunté si tenía algo latinoamericano, me miró como si acabara de confesar una perversión innombrable.
Así, entre rechazos crípticos y catálogos imposibles, fui entendiendo que no podía comprar nada sin sentir que me estaba delatando. Hasta que una tarde, derrotado, y solo para escapar de la lluvia, entré al Café Ritz.
Pedí un marrón y me senté en una mesa junto a la ventana. Afuera llovía a cántaros. En la mesa había una paca de servilletas limpias. Blancas. Tensas. Invitadoras. No pensaba escribir. Lo juro. Pero la frase vino sola. Tal vez no era buena. Tal vez sí. Pero era mía. La escribí con mi kilométrico de tinta azul, como quien firma un pacto.
El mesonero lo vio cuando trajo la cuenta. Era un tipo ancho, sin cuello, con una voz que uno se imagina dando órdenes en un penal. Me miró, se inclinó hacia la barra, y sin decir palabra hizo una seña. Tres hombres se levantaron. Todos llevaban chaquetas de cuero. Uno tenía tatuado “Cendrars vit”. Otro tenía la cara picada de lechina, como una arepa frita. El tercero, el más bajo, cojeaba al caminar.
Me pidieron que los acompañara por una puerta junto a la cocina. Allí, entre cajas de leche y un afiche desteñido de la Exposición Universal de París de 1889, me explicaron —con una seriedad casi religiosa— que en Mérida escribir en una servilleta era una falta de respeto a la memoria de Nicacanor Paniagua, un joven poeta que, según ellos, inventó el acto de escribir un verso en una servilleta y que desde entonces eso era algo sagrado.
Nicanor jamás publicó nada. Murió de un balazo en la cabeza una noche en la que, junto a otros, se pusieron a recrear la liberación del Ritz como si fueran Hemingway en París. Nadie sabe exactamente quién disparó, pero el consenso del círculo es que fue la poesía.
Desde entonces, sus poemas —distribuidos entre las mesas de varios cafés de la ciudad— quedaron como reliquias inamovibles. Cada año, el 17 de octubre, se celebra el Día de la Servilleta en su honor. Hay una lectura ritual en el pasillo central del Ritz, auspiciada por la Alcaldía y por el Fondo Cultural Paniagua, que también otorga una beca de creación financiada por su padre, don Alfredo, dueño de una empresa de licores, dos emisoras de radio y un par de sindicatos fantasmas. La Otra Banda —círculo al que Nicacanor pertenecía en vida— se encarga de curar el evento, censurar a los disidentes y mantener intacta la leyenda.
Mientras alternaban cada uno un puñetazo, me decían que escribir sobre una servilleta —o sobre una que pudiera parecerse— era profanar su legado. Que si Nicacanor había muerto por la poesía, el mínimo gesto de emularlo sin permiso era como orinarse en su tumba. Literalmente. Así lo dijeron.
—Los primeros coñazos fueron por insolente. Los siguientes, para matar el rato —dijo el cojo, justo antes de darme otro.
Solo más tarde supe quiénes eran. Los tres tipos del Ritz formaban parte de La Otra Banda, francófilos que se presentaban como los herederos legítimos de Mallarmé y Lautréamont. Controlaban el territorio desde Plaza Milla hasta Las Heroínas, y cualquier acto poético dentro de esos límites —una lectura, una dedicatoria en un libro, un garabato en una servilleta— requería aprobación tácita o pago simbólico.
Así operaban los círculos en Mérida. Cada uno con su dogma, su estética, su idioma y su forma de violencia. Eran talleres, sí. Eran colectivos, también. Pero sobre todo eran gangsters con biblioteca: mafias con manifiestos, pandillas con becas de creación.
Y yo acababa de meterme en su ritual sin saberlo, sin quererlo y, peor, sin pertenecer.
Serie: Mérida, ciudad Perdida (1990–1993)
Relatos apócrifos sobre una ciudad que ya no existe, o que tal vez nunca existió. Crónicas ficticias que orbitan sobre las montañas de una Mérida desdibujada por la memoria, el deseo y la literatura.
Cronología de la Serie
El evangelio según Asdrúbal
En un altar improvisado, reposaba un libro de tapas negras gastadas y papel tan delgado como las Biblias que reparten los evangelistas. —Nadie lo toque —nos advirtió la bruja que lo resguardaba—. Tiene demasiada energía.
“Apareciera yo” o cartografía para extraviarse
Esto me lo dijo Nataly, que a su vez se lo había dicho Horacio, mucho tiempo después de que yo ya me hubiera ido: Mérida es una ciudad tan rara que la gente tenía que saber un poco de filosofía para poder ligar.
El martirio de Nicacanor
Leyendo ahoraTeflón no mintió. Pero tampoco me dijo toda la verdad.
Todos se hacen pasar por todos
No supe cuándo crucé la línea, si es que alguna vez existió. Tal vez fue cuando el artesano argentino me estafó con los hongos
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