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- Pino
“Antes de escribir con la mano, el cuerpo debe aprender a callar.”
—El Camino de la Pluma Vacía, versión mimeografiada, 1978.
Teflón me hizo pasar sin grandes aspavientos. Me ofreció un cigarro a medias y, aunque no fumaba mucho, acepté, dándole una buena calada como quien escribe la última línea de una tésis en una sola noche.
Adentro, una silla de plástico medio coja; una jarra de café frío; dos ceniceros desbordados; y un mazo de cartas españolas al que le faltaba el cinco de bastos. En la pared, un calendario de ferretería: “Tornillos Andrade. Si no lo tenemos, no existe”.
El perro mudo me olió los tobillos y me estudió como se estudia un libro con las tapas arrancadas: intentando adivinar si valía la pena leerlo o mearlo.
La India estaba recostada en algo parecido a un sofá, leyendo un tomo que por la portada adiviné era de contaduría. Nada que ver con el mito que me vendió el artesano: ni diosa de feria, ni chamana. Pantalón de mezclilla, uñas cortas, cuaderno JeanBook, una Casio con rollito de papel que hacía ruidos graciosos cuando imprimía. Olía a jabón Camay y a café de greca.
—¿Este es el caraqueño que andaba preguntando por ti? —preguntó, sin mirarme.
—El mismo —dijo Teflón—. El que estuvo dando vueltas por Heroínas como turista que perdió el bus.
—Al menos no fue a la policía, le concedo eso —dijo ella, sin levantar la vista.
Teflón me ofreció la silla coja. Me senté. Él me observó con calma, como si buscara una pista para decidir si valía la pena hablar o era mejor seguir barajando las cartas incompletas.
—¿Y tú qué looking for, flaco? —preguntó.
—No hablo inglés —le corté, incómodo.
—Que qué tú buscas, pues —corrigió, dejando que se le colara un acento raro, mitad puerto español, mitad creole apresurado—. What you chasing, men?
—No sé —admití—. Me di cuenta que no sabía por dónde empezar la respuesta de una pregunta tan concreta. Me vine a esta ciudad a hacerme poeta, pero ni han comenzado las clases y ya me cayeron a coñazos. Desde que hablamos en las Heroínas, no leo, no escribo, me da miedo hacerlo y hacerlo mal. Creo que en vez de acercarme a la poesía, me alejo. Como si fuera parte de un mapa que se borra a cada paso. Y en cada esquina me doy cuenta de que estoy en contravía. Como si la ciudad me escupiera de vuelta al borde de alguna, no siempre la misma.
Me detuve, no porque hubiese terminado, sino porque no encontraba cómo seguir sin que sonara ridículo.
—Porque ahora no estoy perdido en una ciudad sino en dos. Parece que hubiera más de una ciudad: la Mérida limpia, de fotos de calendario, con su Plaza Bolívar y su helado de fresa; y la otra… La otra es la que te arranca un diente si agarras la servilleta equivocada en el café equivocado. Y de repente comenzaron a salirme más versos que frases:
La que se parece más a un susurro que a una calle.
La que no está hecha para que la recorras con un mapa, sino con fiebre.
En ambas llueve. Sólo tienen eso en común.
Teflón sonrió con media boca. Esa media boca que a veces no dice nada, pero desarma todo.
Encendió otro cigarro, aspiró largo y soltó el humo como si respondiera con niebla.
—Es más de una ciudad, flaco. Y la que tú andas buscando… cuando ella te encuentra, c’est fini, my brother. No hay way back. La luz cambia. La gente también. Incluso tú, sin saberlo, ya no vas a escribir como antes. Si sobrevives, no va a ser bonito.
No sé si fue la manera en que lo dijo, o la certeza con la que me caló entero. Pero esa frase —no hay way back, no porque entendiera su significado sino por como retumbaba— me dio ánimos. Como si acabara de recibir la nota más alta por un trabajo hecho sin ayuda, sin guía, sin entender bien de qué trataba.
De la nada comencé a hablar de Caracas. De una novia que me dejó por un estudiante de arquitectura que tocaba canciones de Silvio. De las tardes en las escaleras del Gran Café, escribiendo versos en servilletas con la fe imbécil de que el mesonero los leería, se emocionaría, y se los entregaría a algún poeta consagrado. Le conté también de lo mucho que me impresionó leer a Kavafis con 15 años, y lo poco —nada— que entendí de Los heraldos negros. De cómo creía que la poesía iba a salvarme, o al menos a explicarme algo. De cómo ahora ya no sabía si se trataba de eso… o si era todo lo contrario. Y fue entonces, casi sin pensarlo, como quien ofrece su última bala, que dije:
—¿Te puedo mostrar unos poemas?
No lo dije como quien muestra un logro. Lo dije como quien abre la camisa para enseñar una cicatriz. Como quien cree —todavía cree— que con un par de versos puede justificar su propia vida.
Pensé que ese era el acto final de la prueba. Que todo lo anterior había sido calentamiento. Sentía que estaba dando un examen oral ante un jurado de dos fumadores y un perro mudo.
Teflón entrecerró los ojos, soltó el humo por la nariz y dijo:
—Flaco… ser poeta no es leer poesía. Ni escribir. Ni escribir bien. Ni tener ex, ni decir I'm hurt, sad, ni saber who the fuck is Kavafis Ni siquiera es entender a Vallejo, bro. Not even close.
Silencio. Luego el zarpazo:
—Es un don o una tara. Todavía no lo sé bien, but, who know.
Hizo una pausa, y agregó:
—Y si no lo tienes —ponle que sea un gift o una maldición— no se aprende, no se compra, y no hay “taller” que lo enseñe.
Quizá porque estaba trasnochado o porque ya había visto esta escena varias veces, Teflón se paró, hizo fast foward de la escena:
—Stop right there, flaco —dijo Teflón, levantando la mano—.
Acto seguido, tomó un Mongol que estaba sobre la mesa y me lo pasó.—Show me cómo empuñas el lápiz.
Lo hice. Él me miró sin emoción, con el suspiro de un policía obligado a hacer bien su trabajo.
—¿De verdad quieres ver si naciste para esto? —preguntó.
—Sí —respondí, como si tuviera un revólver pegado a la sien.
Teflón suspiró, se fue al cuarto, cambió las sandalias por unas botas de montaña y metió varias cosas en un tote bag. La India, sin levantar la vista del libro, dijo:
—Si lo vas a seguir, más te vale aprender rápido a esconderte.
—¿De quién?
—De todos. Pero sobre todo de los copeyanos.
El perro mudo levantó la cabeza como si entendiera y volvió a acomodarse.
Teflón se terminó de amarrar las botas sin apuro. Antes de salir, agarró el lápiz de nuevo, me miró:
—El poeta no se hace con poemas. Se hace con el cuerpo. Let’s see if yours has lo que hace falta.
Salimos.
Caminamos unas cuadras hasta un galpón que alguna vez fue taller mecánico. Las paredes aún tenían manchas de grasa, y en el aire flotaba una mezcla de humedad y alcanfor. Afuera no había letrero. Solo un grafiti con letras chinas. Después supe que decía: “POESÍA O MUERTE”. Y abajo, en otro color, alguien había agregado: “pero muerte de verdad, no esas metáforas pendejas”.
Antes de entrar, Teflón me dijo:
—Look, this guy que vas a conocer tiene menos tiempo que yo en esto. Pero ha avanzado más. No es por talento. Es porque no le importa si esto es real o no. A mí a veces todavía me importa.
En el centro del taller, sobre dos barriles de aceite de motor, estaba Harold: sin franela, con el bluejean remangado hasta las canillas, flotando en un split imposible, un talón en cada barril, como si llevara horas así. Sudaba, pero no parpadeaba. Tenía los ojos cerrados y las manos extendidas, haciendo un katá lento con los puños, como si peleara contra un enemigo invisible.
De fondo, sonaba bajito Ismael Rivera. No sé si era un casete, la radio, o si Harold lo llevaba por dentro. Era “El incomprendido”, creo. Aunque con todo el tiempo que ha pasado, ya no sé si la canción estaba ahí… o si la inventé después.
En las paredes colgaban cartulinas con frases escritas en marcador grueso:
“Golpea como verso libre, defiéndete como soneto”
“La pluma vacía no yerra”
“El poeta que sangra, sangra tinta”
También había un saco de boxeo manchado de sangre vieja, unas pesas, y en una esquina, un tetero con Toddy.
Teflón habló con la solemnidad de un maestro Shaolin que también vende arepas en el terminal de autobuses:
—Este es el caraqueño. Dice que quiere entrar.
Harold no respondió. Se deslizó fuera del split como si fuera una hoja cayendo al suelo. Se paró sin drama, sin violencia, como quien sale de un trámite para volver a lo suyo.
Solo dijo:
—Brazo extendido. Lápiz en mano. Doscientos puñetazos al saco.
No pregunté por qué.
Agarré el lápiz como si fuera una katana.
Y ahí empezó la verdadera prueba.
Serie: Mérida, ciudad Perdida (1990–1993)
Relatos apócrifos sobre una ciudad que ya no existe, o que tal vez nunca existió. Crónicas ficticias que orbitan sobre las montañas de una Mérida desdibujada por la memoria, el deseo y la literatura.
Cronología de la Serie
El evangelio según Asdrúbal
En un altar improvisado, reposaba un libro de tapas negras gastadas y papel tan delgado como las Biblias que reparten los evangelistas. —Nadie lo toque —nos advirtió la bruja que lo resguardaba—. Tiene demasiada energía.
“Apareciera yo” o cartografía para extraviarse
Esto me lo dijo Nataly, que a su vez se lo había dicho Horacio, mucho tiempo después de que yo ya me hubiera ido: Mérida es una ciudad tan rara que la gente tenía que saber un poco de filosofía para poder ligar.
Todos se hacen pasar por todos
No supe cuándo crucé la línea, si es que alguna vez existió. Tal vez fue cuando el artesano argentino me estafó con los hongos
No hay way back
Leyendo ahoraTeflón me hizo pasar sin grandes aspavientos. Me ofreció un cigarro a medias y, aunque no fumaba mucho, acepté, dándole una buena calada como quien escribe la última línea de una tésis en una sola noche.
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