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- Luciano Vega
Desamparado y gruñendo dormido, estiró los brazos y buscó un cuerpo al cual prenderse. Giselle, con la mirada perdida en algún punto invisible del techo, sólo podía pensar en esa cosa horrible: esa angustia inútil de no poder dormir a un bebé.
—¿Qué estará soñando? —se preguntó, seca, como si se hablara a sí misma desde lejos—. ¿Soñará gorriones esta vez?
Lo sabía. Lo había sabido siempre. Pero ese saber tenía la textura rancia de lo que se fermenta por dentro: ideas podridas, como su mente —onírica, irónica, inviable para la convivencia con la realidad más allá de un desayuno.
—¿Me dejará sorpresas o las ganas de volver a empezar? —pensó, mientras jugaba a enrollar uno de sus rulos.
Enroscados en cuerpo y alma como serpiente en una rama, se observó desde afuera:—¿De qué me llena el cuerpo del otro? ¿De qué, precisamente?
Sí. Somos pieles que pierden peso ante la incontinencia del fuego. Mi cuerpo hecho invierno, su cuerpo de verano. Mermelada erótica, enlatada, que baja por cada curva del amanecer del pubis.
Giselle amaba esos soliloquios agridulces que la acechaban por las mañanas. Era capaz de mezclar poesía, oratoria, pensamientos abstractos, esoterismo y un poco de filosofía existencialista kierkegaardiana en sus prolongados estados de fiaca.
Se levantó al baño. El adulto-bebé-gruñón, como lo llamaba en su fuero íntimo, seguía tumbado en la cama, ajeno.
Como ya había roto el ayuno mental con pensamientos algo más que triviales, caminó hacia la cocina. Quería distraerse. Esperar a que su voz interna se suavizara, se cubriera de musgo, de hongos, y que las flores de la memoria —esas que el insomnio no marchita— se derritieran con el sol que comenzaba a llenar la habitación.
Por fin, el adulto-bebé-gruñón despertó.
Giselle, con voz áspera aún, sin meditarlo, antes del mecánico y formal “buen día”, le lanzó:
—Todo lo que quedó de mí, de vos, de nuestro presente… ahora parece la cáscara podrida de una mandarina. Y esas manchitas verdes tan simpáticas —que no son polvo sino caras, o máscaras— avanzan como espectros de un tiempo sin sombra, arrastrándose por las baldosas andrajosas de la peatonal.
Él, aún con la marca de la almohada en la sien, se quedó mirando por la ventana, como si buscara preparar una fuga de último minuto.
Giselle aprovechó ese instante, mientras él aún flotaba en el mundo onírico —zona de amortiguación que lo hacía impermeable a cualquier palabra compleja— y se apresuró a agregar:
—Ya no quiero ser tu “rincón irreverente”. Que esas manos tuyas, llenas de callos rojos, sostengan todo el dolor de tu mundo. Yo ya no.
—Buen día. ¿Me das un mate? Necesito un mate para arrancar —dijo él, seco, como saliendo de una anestesia.
—Yo necesito respirar. Fui bastardeada y sobrevalorada con igual intensidad. No hay “sana-sana” que pueda arreglar eso. Caí de nuevo en la trampa de la idealización poética, en la mirada errática de Freud hacia mi padre, en mi pésimo gusto inconsciente heredado de un complejo de Electra mal digerido para las elecciones amorosas. Caí por desesperación en un intento por encontrar a alguien con quién pasar un rato y amar, aunque cueste tanto con el tiempo mordiéndonos la sombra amorosa de la que ambos somos esclavos. Porque también somos eso: fugaces sombras que se amaron. Sombras que nos pertenecieron y a las que alguna vez pertenecimos. Esas pretéritas pieles, escamas de erotismo pasadas que devinieron en llagas presentes. Yo soy, lo sé, un Frankenstein hecho de todas esas partecitas.
—Yo sólo puedo darte un fuego viejo, de antes del diluvio universal. Y algo más que estas manos espinosas y orejas toqueteables al amanecer —dijo él, bostezando.
—Nuestras llagas presentes... —repitió ella, casi inaudible.
—Me veo en el futuro recordándonos —continuó él de repente—. Las siestas bajo el sol que tanto nos mimaron. Y en medio de ese recuerdo, intento escribir un poema. Empieza así: “Bajo el cielo, como sus ojos celestes, que recuerdo y tiemblo…”
—¿Ves? Esto es muy interesante, frecuente, raro y espeluznante en los vínculos que intentamos tejer “a los ponchazos”. Una odisea que nos sucede en cadena. Como si hasta el amor fuese fríamente cíclico, indiferentemente de lo que les suceda a los protagonistas.
Un “¡Oh pwoor tstegoo!” —gritó con voz de robot futurista— mientras el aceite le escurre por la frente tras la precocidad en la copulación autómata. Esto es lo mismo, se siente como un “no sentir nada” o más bien un “sentir nada”, como el ejemplo del robot que te dije.
—Al menos esos robots futuristas la pasarán bien, supongo —replicó él con sorna.
—Ese no es el punto.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Preferiría que me recordaras como manteca grasosa y azucarada derritiéndose sobre tu cuerpo tentacular, escamoso. Podrido como una manzana en verano, bajo el sol.
—¿Y esa es tu gran forma de ser recordada?
—Sabés que por las mañanas me gobierna el hechizo rimbaudiano. No puedo edulcorarnos. No ahora.
—Nunca tuve el valor de escribirte un poema —dijo él, como descolgado de todo lo anterior—. No tiene nada que ver con esto, pero lo pensé. El adulto-bebé-gruñón suspiró y continuó: ¿A dónde iremos a parar?
—Iremos por ahí devorando carne ajena entre besos caníbales. Hambrientos caminaremos nublando las calles, llenando la incompletud del vacío ajeno. Y los viejos, desde sus balcones, arriesgarán con amargura: “No saben sufrir, pero si vestirse bien para ir a bailar”.
Un ruido en el exterior. Luego, el silencio.
El sol entraba tímido en la habitación, pero no alcanzaba a calentar lo gélido de la conversación.
—Me tengo que ir. ¿Querés hablar otro día?
—¿Qué cosa?
—Nada.
—Te pongo a calentar la pava. Después contrólala vos.
El adulto-bebé-gruñón se levantó y fue a la cocina.
—El universo lo hizo otra vez —dijo Giselle desde la habitación, elevando la voz—. Nos conectó, nos encendió. Y luego la luz se apagó. Nos desenchufó lentamente. Cuando volvió, misteriosamente se olvidó de enchufarnos la heladera. Y lo nuestro se pudrió. Literalmente.
—Entonces, ¿la heladera del alma? ¿Eso?
—Eso.
—Lo que decís… es arriesgado. Demasiado precoz, ¿no?
—Lo que digo es que nuestras mentes, a veces son tan débiles frente a la carne sicalíptica del mundo que caprichosamente buscamos inmolarnos y lanzarnos a lo primero que nos atrae. Y sin darnos cuenta estamos en la cama, a las cuatro de la mañana, hablando de metafísica romántica con algún extraño que se nos hace familiar. Alguien que creemos haber amado en otra vida. Y entonces, nos damos cuenta que no estamos solos. Decidimos dejar de cargar con eso que nos pesaba más que un yunque de plumas.
—Tenés razón —admitió él mientras se ataba los cordones—. Igual, creo que deberíamos hablar más en otro momento.
—Somos aquí y ahora, no mañana y después —dijo Giselle, clavándole una mirada.
—¿Qué vas a hacer más tarde?
—Perderme un poco en algún laberinto de mí. Escuchar Schubert, hacer un crucigrama, cocinar una tarta de calabacín.
—¿Un crucigrama y Schubert un sábado por la noche? —rió él.
—Siempre pensé que los crucigramas y las sopas de letras son lo más parecido a nuestras mentes. Es un juego de palabras entretejidas que significan algo, que suben y bajan esperando a ser encontradas y puestas en el lugar correcto.En fin: prender un pucho, mirar la luna y no sentirme tan sola después de todo.
—Me parece bien. ¿Qué hora es?
—No sé.
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