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- Apolonio Luis Domínguez
Érase una vez un joven llamado Axel, el cual, desde pequeño, leía. Desde pequeño, estudiaba. Desde pequeño, sabía. No era un niño prodigio ni alguien que destacara por algún talento innato, solo tenía un impulso insaciable de comprender. Se encerraba en su cuarto con libros que ninguna otra persona quería leer, escuchaba conversaciones de adultos y las analizaba en su mente hasta comprenderlas por completo. A los catorce años ya había leído sobre la existencia y la muerte, sobre el tiempo y la memoria, sobre la realidad y el lenguaje. Se preguntaba cosas que otros no se preguntaban y respondía cosas que otros no podían responder.
Con el tiempo, ocurrió algo curioso. En los debates, en las discusiones, en cualquier conversación donde una idea se enfrentara a otra, Axel siempre tenía la razón. No era un presentimiento, no era tampoco un acto de arrogancia: era simplemente un hecho. Cualquier razonamiento que construía era impecable; cualquier idea que defendía resultaba ser la correcta. Lo sabía todo y, por lo tanto, nunca se equivocaba.
Al principio, le pareció fascinante.
Cuando alguien lo retaba en una conversación, cuando alguien intentaba refutarlo, él respondía con calma, con paciencia, con lógica. Y siempre ganaba. Su mente iba más rápido que la de los demás, sus referencias eran más precisas, sus argumentos más sólidos. No había espacio para el error. No había margen para la duda. Los demás callaban. Se rendían. Aceptaban. Pero no lo felicitaban.
Las personas dejaron de buscarlo para discutir. Evitaban contradecirlo. Ya sabían lo que iba a pasar. Sabían que no valía la pena intentar demostrarle lo contrario. Incluso cuando hablaba con los más sabios e inteligentes de su pueblo, aquellos cuya experiencia y conocimiento eran venerados, Axel siempre tenía la razón. No importaba cuán profunda fuera la erudición de su oponente: al final, sus palabras se imponían con una certeza inquebrantable.
Se fue quedando solo, poco a poco, sin darse cuenta.
Pero Axel no era una persona conflictiva. No buscaba ganar. No tenía intención de demostrar nada. Solo respondía cuando le hablaban; solo argumentaba cuando lo desafiaban. Pero las personas lo desafiaban. Y él ganaba. Siempre.
Entonces, se empezó a dar cuenta de algo: tener la razón no era algo tan bueno. Tener la razón significaba perder personas. Significaba ver a los demás mirarlo con fastidio, con resignación, con una frustración silenciosa. Significaba que, en un grupo de amigos, si había una discusión, la conversación moría cuando él hablaba. Significaba que, si intentaba consolar a alguien, sus palabras eran irrebatibles, pero no reconfortaban.
Significaba que su pareja, cuando peleaban, terminaba enojada no por la discusión en sí, sino porque él, otra vez, tenía la razón.
Era insoportable.
No quería hablar más. No quería discutir con su familia. No quería discutir con sus amigos. No quería discutir con su pareja. Pero lo hacía, inevitablemente, porque el mundo es así. Porque en la vida no se puede evitar la confrontación. Y él, en todas y cada una de esas situaciones, tenía la razón.
Incluso, en todo lo que él intuía, tenía la razón. Tuvo razón al pensar que su pareja ya no sentía lo mismo por él. No quería pensarlo. No quería saber que estaba en lo cierto. Pero lo estaba.
Tuvo razón al sospechar que sus amigos no se preocupaban realmente por él, que no lo escuchaban con atención, que solo esperaban su turno para hablar. Tuvo razón al intuir que su familia lo veía como un arrogante. Tuvo razón al suponer que, en el fondo, todos los que lo rodeaban habrían preferido que se equivocara alguna vez.
Tener la razón le dolía. Tanto fue así que, un día, intentó equivocarse. Dijo algo casi sin pensar, con descuido, esperando que alguien lo corrigiera. Nadie lo hizo. Intentó defender una postura que no compartía, argumentarla mal, dejar cabos sueltos, permitir que lo refutaran. No funcionó. Siempre encontraba, sin querer, la forma de sostener su punto, de estructurar su pensamiento de manera que todo lo que decía fuera irrefutable.
Quiso dudar. No pudo. Quiso mentirse a sí mismo. Tampoco pudo. Quiso pensar en algo incierto, en algo borroso, en algo impreciso. Pero no había imprecisión en su mente. Todo era claro. Todo era cierto. Todo era real.
Axel ya no quería tener la razón. Y hasta en eso, lastimosamente, también tenía la razón.
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