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- Freddy Vasquez
El viejo llevaba años empeñado en fruncir el ceño como si ese gesto fuera su última herencia. La familia ya no recordaba cuándo había sonreído por última vez: tal vez cuando los buses aún eran amarillos o cuando los partidos de fútbol se escuchaban por radio a pilas. Lo cierto es que ahora el gesto fijo era un reproche contra todos y contra su propio pecho.
El dolor lo visitaba como un cobrador implacable: un minuto entero en que el corazón dejaba de ser músculo y se volvía juez. El viejo rogaba, sin pudor, que Dios eligiera de una vez: o la muerte o la calma, pero nada de esas medias tintas que lo dejaban jadeando, más agrio que antes.
Quizá por eso un día decidió salir de la casa. No explicó nada; tampoco lo habrían escuchado. Cerró la puertita de palo del jardín y se fue al centro de Santiago. Volvió tarde, con el entrecejo más marcado, se tragó una sopa sin saludar y se durmió a las nueve cuarenta y cinco, como si el reloj le dictara un dogma. Repitió la rutina hasta que nadie preguntó dónde iba.
En uno de esos viajes, el verano lo encontró dentro de un bus repleto, una pecera humana empañada de sudor. El viejo se abrió paso hasta el asiento preferencial, no tanto por derecho de anciano sino por derecho de gruñón. Miraba por la ventana, acariciándose el pecho como quien palpa una bomba a punto de estallar.
De pronto, se sentaron a su lado una muchacha y un niño que apenas caminaba. El crío lloró con un brío que parecía entrenado: primero gimoteo, luego berrinche, finalmente un alarido que rompió la paciencia de todos. Los pasajeros meneaban la cabeza, carraspeaban, hacían coros de fastidio. La madre intentaba el arrurrú sin éxito.
El viejo apartó la mano del corazón. Miró al niño, miró a la madre, y lanzó la pregunta con una brusquedad inesperada:
—¿Tiene hambre?
La mujer, sorprendida, respondió que no, que era el calor.
—¿Tiene hambre, jovencito? —repitió el viejo, como si le hablara a un adulto disfrazado de bebé.
El llanto cesó de golpe. El silencio se volvió colectivo, casi milagroso. La madre sonrió agradecida; el niño lo miró como si lo hubiera entendido.
Entonces ocurrió lo impensado: el viejo sonrió también. No una sonrisa amplia, sino apenas una grieta en la muralla de su ceño. Bastó para que la escena quedara suspendida, absurda, como si el bus entero se hubiera detenido a contemplar un eclipse.
Apoyó la espalda en el asiento, cerró los ojos y, con la misma mueca todavía encendida, se tocó el pecho. Descubrió que ya no había dolor. Descubrió también que el corazón, obstinado, había dejado de ser problema. Había decidido callar para siempre.
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