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DAGÓN

Nadie nota mi olor. Son vomitados por el ascensor y se mueven como ratoncitos por los pasillos hasta llegar a sus escritorios. Las mujeres echan la cartera como un ancla, y los hombres se quitan las chaquetas y, por segundo, lucen como buitres expuestos al sol con las alas semiextendidas, hasta que la ponen en el espaldar de la silla con una especie de media verónica. Los que me pasan por el lado me saludan con toda normalidad, al parecer sin advertir que no puedo salir de la oficina y que mi pierna se está descomponiendo.

No sé con precisión cuándo comenzó la gangrena, solo sé que es la consecuencia de haberme herido con el saliente de una vara de hierro del piso vacío que descubrí la última vez que intenté buscar una forma de salir. Fue también la última vez que sentí dolor, quizá porque el dolor es una forma de autopreservación, y la autopreservación está asociada a la esperanza. No albergo ninguna de salir de Nutril.

El edificio de Nutril es un cubo colosal en lo alto de una colina claveteada con pinos en el este de la ciudad. Solía llegar a él mostrando un carné que me fue recetado por mis padres a eso de los doce años (“Estudie, para que consiga un trabajo en la Nutril”) y recorriendo, a estrictos treinta kilómetros por hora, el camino en espiral que bordea el cerro; luego una caseta más, la entrada al estacionamiento subterráneo, el puesto asignado y la hilera de ascensores. Se abren y cierran a destiempo como si sugirieran algún azar, como si tomar uno u otro causara consecuencias distintas. De lejos parecen la pantalla de una máquina tragamonedas, y como a ellas, el azar les está negado: todos llevan a los mismos lugares. El cubo de Nutril es, de hecho, un edificio administrativo creado para contrariar al azar: normas, políticas, diseños y procedimientos que atraviesan el Atlántico desde su casa matriz para que cada fábrica Nutril sea lo más predecible posible en el ejercicio de síntesis, deshidrataciones y preservaciones de distintos tipos de polvos convertibles en leches, sopas, refrescos o teteros al contacto con el agua. “Be natural”, ordena a la ciudad el eslogan en el décimo piso de esa estructura que infesta de ángulos rectos la suavidad del paisaje montañoso. Yo trabajo en el corazón burocrático de todo esto: la gerencia de diseño y control de procesos, tamizando la realidad a través de pequeñas cuadrículas de Excel y encerrando desempeños laborales en los parámetros de una variedad de fórmulas. El encierro es el principio ordenador de toda la actividad de Nutril; planificar es cercar la realidad, separarla de su estado natural y reducirla a un animal circense. Yo solía ser uno de los mejores domadores, sin precisar para ello más que algunos movimientos en mi teclado, pero cuando miras el teclado, el teclado te mira a ti. La última discusión con Oneida tuvo que ver con eso, con haberme hecho cuadrícula una vez más y haber olvidado nuestra cita de aniversario. “No vengas ya. ¡Quédate en esa vaina!”, sentenció. Y me quedé.

Mi primera reacción fue intentar salir, comprar flores, ir a casa a desagraviarla de algún modo. Al levantarme de mi puesto de trabajo, constaté que ya no quedaba nadie en el piso y que la noche había caído sobre la ciudad, lo que solía ser más o menos usual para mí. Fui a los ascensores y pulsé el botón de llamado, pero ninguno acudió; las pantallas estaban apagadas. Decidí bajar los diez pisos por las escaleras y me resultó imposible abrir la puerta. Esto sí era novedoso. Aunque casi siempre salía de la oficina unas tres horas después de las cinco de la tarde, que formalmente marcan el fin de la jornada laboral, los ascensores siempre estuvieron en funcionamiento. Nunca antes traté de bajar por las escaleras, pero la normativa indica que deben permanecer abiertas a toda hora. Decidí entonces llamar a la extensión interna de seguridad, pero nadie contestó. Probé con los teléfonos personales de algunos de mis compañeros y con el de mi jefe y, si bien respondieron la llamada, nadie pareció haber podido escuchar mi voz; todos colgaron después de una sucesión de alós y holas. Lo mismo pasó con Oneida: “Aló, aló… ¿César?... Aló”, y cortó la llamada.

Mi siguiente acción fue pararme frente a las cámaras de seguridad e intentar llamar la atención de los vigilantes. Comencé con una serie de señales discretas, luego presenté un cartel solicitando ayuda, hasta terminar en varios saltos y gestos acrobáticos dictados azarosamente por la desesperación. Imaginé al Gordo Pérez, el vigilante nocturno, volcado sobre la consola de circuito cerrado y convertido en la enorme cabecera de un río de baba que atraviesa los meandros de botoncitos e interruptores hasta hacerse un salto viscoso y fétido en la orilla de la mesa. Supe que mis esfuerzos eran inútiles y me resigné a permanecer en la oficina observando el paisaje de la noche hasta que alguien me echara de menos y viniera por mí. Puse los pies en el escritorio y me incliné en mi silla para ver el paisaje nocturno a través de los ventanales de la oficina, tramados por barras de aluminio que cuadriculan la visión de la ciudad. Pensé que vista así lucía más racional: las lucecitas vacilantes de las casas miserables distribuidas en tres filas de cuadrículas atiborradas en el margen derecho, luces poderosas que brillan a sus anchas en medio de generosos espacios de oscuridad en las cuadrículas de la izquierda. En las cuadrículas del centro, las luces móviles de los carros revoloteando en torno a las luminarias de los edificios que muy poco a poco los iban absorbiendo. La ciudad se fue apagando.

El ruido del ascensor me despertó, había comenzado a funcionar. Es un ronquido como de respiración que se abre paso por entre flemas. Luego apareció el tintineo de la pantalla y las puertas abrieron paso al cardumen. Mis compañeros pasaron directamente a sus puestos de trabajo sin reparar en mí. No es casual que suelan llamar peceras a estos cubículos; los empleados llegan, se mueven un poco en el pequeño espacio para botar el vaso del café en alguna papelera, ven con la mirada vaga a través de sus cristales por unos segundos y, finalmente, se tienden sobre sus escritorios como bagres en el fondo de un acuario.

Traté de comentarle a Evelyn, mi compañera del cubículo contiguo, que había pasado toda la noche en la oficina, pero me interrumpió para pedirme un par de análisis que debía presentar en una hora. Se los entregué e intenté irme a casa a arreglarme y dormir un poco, pero los ascensores no me lo permitieron. Cada vez que me paraba frente a alguno de los tres, cerraba sus puertas. Si en ese instante otro las había abierto, las cerraba bruscamente en cuanto me disponía a ir hacia él. Estuve unos treinta minutos yendo de una puerta negada a otra y luego me sentí muy tonto: comprendí que lo único que tenía que hacer era ponerme en fila detrás de alguna persona que esperara el ascensor. Juzgué que sería imposible que sus puertas rechazaran a todos los usuarios. Así lo hice. Las puertas no se cerraban, pero cuando intentaba avanzar atrás de quienes me antecedían, otro cardumen de personas salía del ascensor y me arrastraba hasta mi puesto para luego disolverse en la medida en que se iban distribuyendo en los cubículos separados con cristales

Comprendí que no tenía sentido continuar intentando abordar el ascensor e intenté usar las escaleras, pero la puerta estaba cerrada, al menos para mí, pues los demás podían abrirla libremente. Cuando quise seguir de cerca a alguien que la había abierto, pasó lo mismo que con el ascensor: fui arrastrado por gente que entraba.

A pesar de lo incómoda de la situación, decidí no molestarme y concentrarme en mi trabajo; a fin de cuentas, tenía bastante por hacer. En cuanto inicié el programa de cálculos, Evelyn se acercó a mi escritorio con entusiasmo. “César, le pasé tu primer informe de las proyecciones comerciales para el año que viene al Sr. Marroco. Le pareció muy preciso e integrador. No es común que diga esas cosas. ¡La vamos a pegar de la pared, ¡César, sigue así!”.

José María, el gerente del área comercial con quien trabajábamos en conjunto para el proyecto que mencionó Evelyn, sonrió desde el cristal que separaba su cubículo del nuestro. La sonrisa era una completa forastera en su expresión facial usual, mucho más acostumbrado a acompañar amargos reclamos y enconos desaforados que a felicitar. Luego me apuntó con su puño derecho y levantó el pulgar en señal de aprobación.

Seguí trabajando en la continuación del informe hasta que llegó la noche, y cuando intenté salir, los hechos se repitieron. Me resigné a permanecer aquí otra noche más. Me di cuenta de que tenía un par de días sin probar bocado y me percaté de cuánta hambre, hasta entonces inadvertida, sentía. Revisé cada escritorio en busca de algo de comer, pero sin éxito. Entonces me di cuenta de que el servicio de limpieza había pasado por alto una de las papeleras y que en ella quedaba la mitad de un sándwich de jamón y queso, que me sirvió como única comida.

Al iniciar la mañana siguiente abordé directamente a Evelyn para contarle lo que me sucedía, pero me interrumpió y me hizo varias observaciones sobre el borrador de mi trabajo que le había enseñado el día anterior. Fui a la oficina de José María, y cuando quise contarle mi situación, comenzó una monserga sobre la necesidad de organizar muy bien mi presentación final porque el comité directivo es muy quisquilloso. Cuando terminó, la mayoría de los empleados estaba subiendo al comedor a almorzar; los seguí como un animal hambriento sigue cualquier indicio de alimento.

En Nutril no existe un comedor con servicio de alimentación, es más bien un espacio para comer lo que la gente lleva consigo. Opté por sentarme en cualquier mesa para conversar sobre trabajo. Una vez que todos se retiraron, me acerqué discretamente a los basureros para comer algunas sobras.

Los hechos que he expuesto hasta ahora se repiten una y otra vez y constituyen mi rutina diaria. Solo hubo una excepción: un día en que la puerta de la escalera consintió en que la abriera pasadas las diez de la noche. Pude bajar tres pisos hasta encontrar una suerte de espacio totalmente desocupado, salvo por algunos materiales de construcción. Las escaleras terminaban en ese lugar para, según la señalización, continuar al otro extremo. Fui hasta ahí, pero no logré abrir la puerta a través de la cual era posible continuar el descenso, intenté usar una vara de hierro que encontré en el suelo, pero lo único que logré fue herirme la pierna al empujar la barra con ella a manera de palanca. No fue una herida grande, ni muy dolorosa. La ignoré y seguí explorando el piso vacío, como en el resto del edificio, todo era hermético, sin ventanas, solo los grandes cristales cuadriculados por las barras de aluminio. Había un baño completamente funcional en el que pude asearme un poco, lavar la herida y vendarla con mi corbata. También encontré varias láminas acolchadas, que seguramente eran algún tipo de revestimiento que había sobrado en el acondicionamiento de los espacios interiores de la torre. Con ella me improvisé un colchón y una frazada, y dormí hasta el día siguiente.

En la mañana, subí al piso donde trabajo y todos me vieron entrar por la puerta de la escalera sin dirigirme una palabra. Me percaté de que mi herida había sangrado mucho y que dejaba un hilo de sangre al caminar, aunque nadie parecía prestar atención a ello. Cuando llegué a mi puesto de trabajo, encendí el computador y abrí el Excel. Evelyn se me acercó y me dijo muy entusiasmada: “¡César, Marroco quiere más! ¡Quiere que hagas el análisis, pero ahora para los caldos deshidratados! ¡Nos estamos perdiendo de vista con tus análisis, César!” José María me veía detrás del cristal de su oficina con la sonrisa implantada en el rostro y una mirada de aprobación.

Con el paso de semanas (¿o meses?) me he acostumbrado a casi todo, a las moscas que me persiguen por la podredumbre de mi pierna, a comer las sobras de la basura, a la cama de revestimiento, a los cientos de datos que Evelyn pone cada mañana en mi escritorio para que sean debidamente relacionados y vayan a saciar el hambre analítica de Marroco. A lo que no me acostumbro, lo que he descubierto que realmente aborrezco, es el entusiasmo de Evelyn y la sonrisa de José María y su pulgar erecto, verlos actuar como si el sentido de sus vidas se jugase en la palmada en el hombro de Marroco. La visión de sus escritorios me asquea: sus fotos familiares perfectamente intercambiables, el librito que les comenta las siete cosas que deben hacer para alcanzar el éxito, la pelotita antiestrés, la pulcritud corporativa. Yo al menos soy capaz de oler mi podredumbre.

El día que la Gerencia de Recursos Humanos cambió su nombre a Gerencia de Gestión de la Felicidad, ambos estaban exultantes. Pusieron frutas en todos los escritorios. Las moscas que infestaban la oficina atraídas por mi gangrena, que ya exhibía las diferentes tonalidades de su verdor y negros abisales, se pegaron a las frutas como una costra. Mis compañeros las comían sonrientes. Engullían frutas y capas temblorosas de moscas a la vez, mientras escuchaban a un ponente invitado para desarrollar brevemente el tema de la relación entre propósito y felicidad. Evelyn vino corriendo encorvada por el pasillo, como si eso la hiciera menos visible y le permitiera no perturbar la exposición del experto en felicidad, éxito y actitud positiva. Extática, me dijo al oído que debía subir al vigésimo pido, a la oficina de Marroco, quien quería revisar algunos datos conmigo: “Te la comiste, César”

Aunque la pierna no me dolía, me era muy difícil moverla, así que podría decirse que casi me arrastré al ascensor. Por primera vez en mucho tiempo, sus puertas se abrieron para mí y me llevaron a la oficina del director. “Pase, César, tome asiento”, me dijo con los ojos fijos en mis informes. “Esto es un trabajo muy exhaustivo. Quiero precisar varias cosas con usted”, dijo sonriente. En ese momento, su secretaria lo llamó desde la salita de conferencia donde estaba reunido el comité directivo. “Deme un instante”, me dijo sonriente y se levantó de su silla. Fue cuando la vi, justo atrás de su escritorio, la única en toda torre. Abierta de par en par: ¡La ventana, la ventana!

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