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Fobia emigrante

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- Vicente Ulive-Schnell
El chirrido rompe la noche: un repique estridente, una nota sádica que estalla desde el teléfono de la sala a las tres de la mañana. No hay terror más grande para un emigrante que arrancarse de las sábanas y las lagañas para atender una llamada impertinente. Los segundos se vuelven eternos mientras trastabilla hacia el aparato; los mezquinos treinta metros de su apartamento se convierten en el Palacio de Versalles. Se precipita —ahora más despierto— para llegar antes de que cuelguen.
La mente empieza a activarse, las reacciones químicas invaden su cabeza, bostezan las ideas. Lo asedian las preguntas: ¿quién puede llamar a esta hora? Y sobre todo: ¿quién llama a un teléfono fijo hoy en día?
Otro timbrazo, seco, como mordisco de picana, le recorre la columna. Acelera el paso, los ojos aún entrecerrados, cosidos ante una realidad que no quiere ver. La respuesta asoma su cabecita repugnante en algún rincón de la mente: él sabe quién llama. Sabe desde dónde le llaman.
Baraja opciones desesperadas, imposibles: tal vez es alguien de la oficina, quizá la sede de ultramar. Podría ser para el arrendatario anterior, aunque se mudó hace años...
Siente la boca pastosa, como si tragara arena. Se concentra en su respiración, con la ingenua esperanza de disolver la idea que lo corroe. Cada paso imita la marcha de un condenado al cadalso. Transpira resignación. Los grilletes del pasado le recuerdan de dónde viene.
Sucede que el venezolano puede irse de Venezuela, pero Venezuela nunca se va del venezolano.
No importan el origen, las razones ni los sentimientos en torno a la partida: entre la decepción terca del que busca una vida mejor y la esperanza ingenua del que sueña con volver, se alza un puente común de terror: la llamada nocturna.
Es un arpón vernáculo, capaz de volar sobre el Atlántico y enterrarse en nuestros tímpanos con una campanada despiadada. A escasos metros del teléfono, el emigrante ha desistido de sus pobres intentos de autoengaño. Ahora intenta predecir al emisor: ¿la tía que cumplió años esta semana? ¿Un amigo desde Australia?
Porque el madrugonazo presagia lo peor. Es esclavo de los husos horarios. Finalmente, su resistencia cae ante la única conclusión posible: podría ser Mamá. O Papá.
O peor: un tío que ha asumido la tarea de dar malas noticias.
Y entonces el emigrante enarbola la bandera del mal menor: que sea algo social, político, una protesta, un apagón, pero que no sea la salud.
La salud del viejo. El viejo.
Trepidante, franquea los últimos metros que lo separan del combinado. Levanta el auricular.
Contesta.
—Alóu —dice, en una especie de frañol trasnochado. Transpira. Aguanta la respiración.
—¿Qué p’só, marico? ¿Comostá la vaina? —truena la voz desde el otro lado.
—¿Quién es?
—¿Tonces, chamo? ¿Ya no te acuerdas de nosotros? ¿Nos vas a montá los cachos con unos panas franceses, y tal?
—¿Gustavo?
—¡De bolas que Gustavo, pajúo!
—Hmm. ¿Todo bien?
—¡Del carajo, hermano! Imagínate que estaba en el bar con Rubén, ¿y a qué no sabes a quién nos conseguimos? ¡Al Felipe, marico!
—¿No estaba en Barcelona?
—Sí, marico, pero vino de vacaciones... Entonces nada, sólo faltas tú por acá...
—Qué de pinga —dice el emigrante, ya más relajado, con la lengua vuelta jerg
—. Coño, tómense una por mí.
—Será que nos bebamos otra, no joda... ¿Y tú?
—Bueno, nada. Aquí, echándole bola.
—Así es, hermano... Bueno, nada. Un abrazo, que esta tarjeta de mierda es carísima y no dura un coño.
—Dale, quedamos así.
—Cuídese.
—Igual.
El emigrante cuelga el auricular y se deja caer en su sofá IKEA de dudosa calidad pero precios imbatibles. Recupera el aliento y contempla la oscuridad que lo rodea. No era la llamada. No esta vez.
Ha evitado la daga fatídica. Ha toreado la bestia de su peor miedo. Por ahora, todo vuelve a la normalidad. El cronómetro se reinicia, se detiene la cuenta regresiva. El apartamento es invadido por la paz frágil e inestable de saber que todo está —al menos por ahora— en su sitio.
Cuando vuelve a la cama, sueña con playas caribeñas, patacones y empanadas, y recuerda —o cree recordar— el olor del Ávila: bucólico y amargo, como sexo de mujer.