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Un cuento chino

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- Hazael
Las ciudades del interior de un país siempre suponen una apuesta por lo desconocido. En Latinoamérica este fenómeno se potencia, pues, según quien mire y visite, la percepción de la provincia puede balancearse entre lo bucólico y lo agreste, lo bárbaro, lo peligroso. En una ciudad como Mérida, situada a casi 800 kilómetros de la capital venezolana, Caracas, la situación se vuelve aún más interesante, siendo sede de la principal universidad del país y no teniendo más que un puñado de avenidas.
Para Kostas, nacido en la mítica Grecia y criado en la cambiante Caracas de los años 60, Mérida no era otra cosa que la oportunidad de continuar sus estudios luego de que el presidente de turno, Rafael Caldera, cerrase la Universidad Central de Venezuela. Movido en realidad por seguir unas piernas largas más que por su vocación por la Ingeniería, Kostas hizo lo que innumerables compatriotas hicieron antes que él: emprendió viaje a lo desconocido.
Pero lo desconocido aquí no incluía cíclopes ni lestrigones, y el frío era demasiado para siquiera pensar en sirenas. Para el delgaducho griego, la aventura era más pedestre y mundana: enfrentarse por vez primera a estar lejos de casa y, lo más importante, lejos de la cocina de su padre.
Desde muy joven, el padre de Kostas, Petros, se convirtió en un prestigioso cocinero —siempre le pareció pomposo que lo llamasen chef—, llegando a adquirir tanto prestigio que incluso el presidente de Grecia era un habitual en su mesa. (Kostas nunca supo a cuál presidente se refería su padre, pero aseguraba con orgullo que era su padrino.) Los sucesivos conflictos, las inacabables épocas de crisis en su tierra natal, lo hicieron emigrar, y apenas llegando a Caracas abrió su propio restaurante. Su enorme talento y empeño hicieron que Petros se volviera una estrella casi de inmediato, alejándolos a él y a su familia de las penurias propias del inmigrante.
No es de extrañar, entonces, que con la solvencia económica que le permitía su padre y todas las comodidades que ofrecía esa ciudad que parecía mucho más antigua que cualquiera que hubiese conocido en Venezuela, el principal problema que Kostas debía resolver fuera la alimentación, ya no por falta de recursos, sino por calidad gastronómica.
Demasiado lejos del calor de la fasolada, que tanto hubiese ayudado a soportar el clima, de la explosión de sabores de la moussaka o del gyros de media tarde entre los días de semana, Kostas no tuvo otra opción que probar suerte en las contadas opciones que ofrecía la pequeña ciudad, conociendo de inmediato los rigores del almuerzo ejecutivo y los menús populares. Hasta que, pasadas unas semanas desde su llegada, un amigo de la universidad le recomendó un lugar en pleno centro, justo al lado de la Escuela de Arte y a unas cuadras de su residencia, donde podía comer de lo mejor con apenas cinco bolívares (menos de un dólar).
Cuando Kostas llegó a la dirección indicada, vio una fachada muy austera, con puerta de vidrio y un letrero que anunciaba Chipén. El minuto largo que pasó de pie en la acera del frente, con su mirada fija en el letrero, le sirvió para ponerse cara a cara con sus demonios. Hoy en día hay prácticamente un restaurante chino en cada esquina, y su comida se ha ido convirtiendo con el pasar del tiempo en la opción número uno de comida rápida en muchos lugares, siendo por supuesto una de las más populares en la misma ciudad de Mérida. Pero hace cuarenta años, entrar a un restaurante chino era más reprobable que salir de un prostíbulo; si a ello le sumamos las leyendas de Petros respecto a los hábitos culinarios de "esa gente", es comprensible el sentimiento de incomodidad y el escalofrío que sintió Kostas en aquel momento.
Ese día comprendió que, como todo ser humano, tenía prejuicios, y que éstos lo alejarían de lo que definitivamente era una comida barata y, según su amigo, incluso de excelente calidad. Comenzó a caminar lejos de allí y terminó rumiando una carne con papas en un ejecutivo cercano, con una expresión de desconsuelo difícil de ocultar. Al día siguiente, salió de clases y subió caminando hasta la calle en cuestión, se paró en el mismo lugar y permaneció allí durante unos cinco minutos, tratando de dejar sus pensamientos a un lado y actuar; sin embargo, solo logró verse extraño ante la gente que pasaba y terminó imitando su conducta del día anterior. Intentó lo mismo un par de veces, hasta que se dio por vencido, y de ahí en adelante, durante el año que aún vivió en Mérida, evitó por todos los medios pasar frente al restaurante chino.
Luego reabrieron la UCV y Kostas regresó a Caracas para concluir sus estudios. La sombra del Chipén lo llegó a afectar de tal modo que cuando regresó a Mérida, luego de un par de años —esta vez para siempre, aunque él mismo no lo sabía—, persiguiendo las mismas piernas largas de la última vez, lo primero que hizo fue ir directo al restaurante, estacionar su Volkswagen Escarabajo rojo recién estrenado y abrir la puerta de golpe.
Lo que encontró adentro lo sorprendió mucho: era más una fonda española que cualquier otra cosa, con la enorme cabeza de un toro en la pared de la derecha, pocas mesas apiñadas en unos cinco metros cuadrados, y las paredes tapizadas de carteles de toros. Kostas maldijo sus prejuicios y, ante la cara de desconcierto de los comensales, caminó en silencio hasta la barra y pidió la carta. Ese día se comió el plato más delicioso de langostinos jumbo —cada uno del tamaño de un brazo, según cuenta— que había probado jamás (sigue manteniéndolo hasta el día de hoy), mientras el dueño le explicaba el origen del nombre y reían juntos de su tonta confusión.
Sentado en la que se convirtió en su mesa, justo al lado de la cocina, Kostas vio desfilar una enorme cantidad de toreros, cada uno más prestigioso que el otro. Incluso llegó a compartir su estofado de gallina con uno de ellos, aparentemente el mejor de todos los tiempos, pero, no sabiendo nada de toros, nunca supo quién era. Vio también, con el pasar de los años, parejas comenzar y terminar bajo la serena cabeza de Manolo (le pareció una estupidez ponerle Minos a la cabeza de toro de la que tanto se encariñó). Luego, los toreros, banderilleros y novilleros fueron sustituidos por poetas, cuentistas y novelistas, o al menos hombres y mujeres que se hacían llamar así. Algunos muy buenos, otros conmovedores, la mayoría solo borrachos sin excusas.
En el auge de los poetas, como les gustaba llamarse entre sí, vio que un día llegaron como una nube de mosquitos alrededor de un barbudo desproporcionadamente grande, con ojos saltones, quien se sentó frente a la puerta a ver caer la lluvia a través del vidrio mientras los demás no paraban de hablar. Ese día Kostas entendió que, aunque nunca había leído más que la Selecciones, había una enorme diferencia entre los escritores y los poetas.
Cuarenta años después, aún puede verse el escarabajo rojo fuera del Chipén periódicamente. Kostas a veces se hace acompañar de su hijo, aunque por lo general prefiere ir solo; dice que así puede seguir leyendo al mundo mientras se come el hígado mejor preparado del mundo, en su mesa del restaurante chino que nunca fue un restaurante chino, en una ciudad que nunca terminó de ser ciudad.