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- Adriana García
Despertó con la imagen de la mujer; su rostro impávido, libre de remordimiento, su cuerpo meciéndose ligeramente con las manos unidas en la espalda. Despertó con la imagen de su descaro, de su ánimo negado a participar del rezo. La confesión es su oración predilecta; lleva años buscándole la entonación adecuada, el espacio a cada palabra que la compone, la fuerza que requiere para una buena misa, para componer la atmósfera reverenciosa donde los feligreses se sientan quebrantados por el reconocimiento del pecado. De poder hacerlo, la haría repetir entrando y saliendo del servicio religioso, advirtiendo la necesidad de no saltarse el gesto elocuente, con el puño cerrado y vigoroso, para demostrar lo significativo de golpearse el pecho en penitencia y recitar: Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa… Esa culpa, lo tiene muy claro, es el elemento aglutinador de toda la ceremonia.
A pesar del café bien cargado, sin azúcar, la expresión de la mujer sigue en su mente y la oración se le amontona en la lengua: Yo confieso ante Dios Todopoderoso, y ante ustedes hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión… Habrá que insistir de nuevo, durante el sermón, sobre la necesidad de acompañar la oración con los movimientos pertinentes, para alcanzar el énfasis del arrepentimiento que reconoce la necesidad de misericordia, pensó. Sus años de experiencia le han demostrado que la culpa es orgánica, nadie se salva del pecado diario, de pensar y hacer lo inapropiado, de hablar o callar con desacierto. Su deber es conminar a los fieles a que el puño estruje el corazón pecador, siempre exaltado por la causa errada, aunque no hay gracia divina que prive al hombre de esa inclinación. Su misión es no ceder ante la imposición de la brevedad y precariedad de las formas. No cree en redenciones chucutas, en las concesiones maternales de la iglesia, inspiradas en María. Cree en el talento nato de los hombres para corroer su espíritu, como buenos hijos de Eva.
A su cargo están los retiros espirituales, la catequesis de adultos, el consejo pastoral a los fieles y los oficios de los martes, miércoles y viernes. Todavía no le conceden el privilegio de conducir las misas del fin de semana, y espera ansioso que el padre José María reconozca que ya no tiene temple para oficiar; hace tres años que debió jubilarse, pero el Obispo diocesano aún lo mantiene activo.
Él, cuenta con todos los requisitos para llevar la cura pastoral de la parroquia, no hay impedimento para que le suceda, y anhela celebrar las eucaristías de sábado y domingo. Ese público es numeroso y dispuesto a la mortificación.
Durante la semana la asistencia se nutre con los novenarios, pero esas son asambleas dispersas, llenas de aves de paso que simulan saberse las oraciones o se desgañitan en los salmos responsoriales, además interrumpen el orden del servicio cuando llega el momento de dar la paz y muchos tienen la poca delicadeza de cuchichear entre ellos.
Hace una excepción con las doñas de la parroquia, que, por el contrario, le aplauden sus mañas y saben cuánto disfruta entonar los cantos litúrgicos, dejándole el protagonismo.
Bien se lo decía su madre: “Con esa voz serás cantante o curita”.
Quiso la providencia que su apariencia se prestase más al servicio sacerdotal. Pero reconoce que sus inclinaciones artísticas le han resultado útiles para mantener cautivos a los asistentes a sus misas.
Y, a pesar de sus detractores, no pocos y enconados, la mayoría suelen concederle el beneficio de un espíritu impetuoso y una verdadera consagración a enseñar, santificar y regir.
Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a ustedes, hermanos, que intercedan por mí ante Dios, nuestro Señor…
Reza, para aceptar lo energizante que le resulta administrar la indulgencia y conceder la condonación a las faltas de aquellos arrodillados en los confesionarios.
Su madre, renegada y esquiva de la iglesia, siempre estuvo en contra de la confesión. Él está en contra de seguir recitando nosoydignodequeentresamicasaperounapalabratuyabastaráparasanarme, porque se está dando a la gente la falsa idea de que eso es suficiente para comulgar. Es una tentación nacida de la ocurrencia de fraternizar y acercarse a los fieles, de hacer expedito y fácil el proceso de aceptar cuanto erramos mediante la penitencia adecuada. No estamos en esto para suavizar los yerros, ni mucho menos para administrar una hostia consagrada a aquel que no se hinca ante los enviados de Dios para concederle la absolución.
Acompaña esta reflexión con un segundo café. No lo sacrifica por el ayuno de cada viernes en tiempos de Cuaresma, puede pasar de cualquier bocado, pero no del café. Hoy le toca a él arrodillarse incómodo en el confesionario, reconocer su error y debilidad.
Ayer tarde cruzó palabras con el padre José María por su sermón del fin de semana, insistió en que la oración es en parte voz y en parte silencio, que debe discernirse entre oración y rezo: “Un solo padrenuestro rezado con atención, vale más que muchos murmurados veloz y apresuradamente, como bien recomienda San Francisco de Sales. La conversión y la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores, las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ello, todo esfuerzo es estéril y engañoso”. Él se atrevió a llamarlo permisivo, luego se reprimió de continuar y decirle adulador. Entendía que por la vía de la oposición no lograría que le reconocieran la sucesión natural.
Comenzó a trabajar el tema para su sermón del día, lo enfocaría en lo inevitable de la oración como mantra y letanía salvadora, y en la necesidad del gesto, de los ritos presenciales e insoslayables, como reclinarse aunque la rodilla cruja, confesar ante un cura y pagar penitencia con la oración; reverenciar al señor con los ademanes que cada parte de la misa exige: genuflexión al entrar, persignarse, deslastrar con el puño nuestra debilidad, comulgar, sabiéndonos no merecedores de amnistía alguna, y cantar, para alargar con nuestra voz el reconocimiento al sacrificio de los sacerdotes.
El padre José María, dice que la misa es un sacramento de unidad para nutrir a los fieles. Pascual prefiere mutar aquello nutritivo del viejo párroco y conducir a los asistentes a la contrición, a la seguridad de qué, hechos para vivir en comunión con Dios, nuestros pecados nos alejan de esa pertenencia, a pesar del remordimiento. En sus años de preparación en el seminario, se le enseñó que la primera tarea del sacerdote es recibir los pensamientos de Dios y discernir su voz dentro de su espíritu, pero con el tiempo se acostumbró a incluir su opinión y consideraciones, no en balde lee y relee a Isaías 50:4: El Señor Dios me ha dado lengua de discípulo, para que Yo sepa sostener con una palabra al fatigado.
Para la hora del almuerzo ya casi lo tenía listo y mientras se saltaba nuevamente el ayuno con un caldo ligero, subrayó con tinta roja las palabras o frases que consideró sustanciales.
Antes de terminar el bachillerato, su madre, coqueta e inconstante, lo inscribió en un taller de actuación: “Ni de vaina quiero que después de muerta me achaques culpas o dudas, así que preséntate en el teatro del colegio que el profesor Landino permitió que formes parte del taller, aunque falte poco para graduarte. Creo incluso que hasta puede servirte para la iglesia, si definitivamente entras al seminario mayor”. Su madre fue una visionaría. Con el profesor Ítalo Landino, que además de profesor de arte dramático era locutor, aprendió a proyectar la voz, a impostar y controlar vibración y tono: “La voz, Pascual, se entrena, se cuida y se maneja como un instrumento musical”, le repitió por seis meses. Aprendió a respirar, controlando el diafragma y los músculos intercostales: a cuidar sus cuerdas vocales, el paladar, la lengua, sus dientes e incluso el grado de apertura de su boca, para emitir sonidos más graves o darle mayor intensidad a su voz. Cuando terminó el taller de arte dramático sabía de improvisación, expresividad, escenografía y trabajo con pautas físicas, objetos y textos, pero sobre todo estaba obsesionado con la técnica de Chéjov, la favorita de Landino para el entrenamiento de sus pichones de actores. Y él se tatuó en la mente todo aquello de los sentimientos artísticos en escena, las imágenes viscerales y la exploración de su personalidad más allá de sus límites. Lejos de confundirlo en el camino que escogería, le aclaró el porvenir. Intuyó que de seguir con la música o el teatro, su vida seguiría siendo frágil como hasta ahora, pobre y desaliñada, como la vida de su madre, siempre tras un espejismo, tras un aplauso fatuo, efímero. Y, sin embargo, fue una visionaría, al dejarlo en la puerta del Seminario Arquidiocesano de Santa Rosa de Lima, se despidió alborotando su cabello, que ella misma peinó y engominó para la ocasión: “Te dejo hecho un arroz con mango, pero quien no lo es a los 17 años. Leí algo entre los papeles del seminario, algo así como que eres para Dios, pero él quiere que seas también para otros, y por eso puso cualidades y dones que son parte de ti, pero no para ti”.
Luego, se despidieron, sin ceremonia, sin promesas.
Cada noche ora por ella, aunque pronto sumará quince años sin verla. Nunca guardó una foto y con el tiempo fue perdiendo las líneas de su quijada, el ancho de su frente, los ojos. Recuerda, eso sí, y con bastante exactitud, lo bonito de sus pies. En el seminario, en uno de los pasillos, había una imagen de una joven pastora escuchando al Señor, descalza, con sus pies perfectos de yeso barnizado y brilloso, le recordaban los pies de su madre. Muchos seminaristas la visitaban para echarse un pajazo, aprovechando la soledad del lugar y el rostro de éxtasis de la pastora. Una sola vez lo intentó, pero no fue agradable, se sintió vil y entendió que él pasaba de la tentación de la carne
Ya con el sermón resuelto, se dispuso a supervisar los arreglos antes del servicio. Para él todo en la misa es una puesta en escena, dominada por la palabra y la gestualidad, y conoce todas las herramientas técnicas. Ajusta el mantel blanco cubriendo el altar, chequea los cirios, el leccionario en el ambón y detalla la exactitud en la posición de cada elemento: El Misal Romano cerca de la sede presidencial; cáliz, corporal, purificador, palia, patena, copones y vinajeras a mano. Exige flores para adornar y perfumar el presbiterio, y le gusta llevar el evangelio en la procesión de entrada. Hace pruebas de sonido, importunando al director del coro y sacrificando tiempo de su oración privada. En ocasiones se deja llevar y canta un par de canciones. Le gustan los temas de Roberto Carlos y si alguna de las servidoras del altar se sonríe o sonroja, se atreve incluso a cantar una más. Esas canciones le recuerdan a su madre, era lo que escuchaba cuando era un niño, cuando lo bañaba y lo preparaba para que fuera a misa: “Vaya solo y rece por ambos. Pídale al cura que lo acepte como monaguillo, para quitarle la posibilidad de ser desordenado y negligente con sus deberes cristianos como yo. Si te haces cura, en vez de cantante o actor, tendrás siempre de comer y beber en la mesa y te buscarán dos tipos de mujeres. Las castas y sumisas, dispuestas a servirte en nombre del Señor, y las enajenadas, dispuestas a seducirte para contradecir a Dios. No serás muy guapo cuando crezcas, pero tampoco tienes mal porte”.
Mientras se viste en la sacristía, poniéndose con lentitud el alba, el cíngulo y la casulla, se mira varias veces al espejo. No es muy alto y ha engordado un poco con los años, afortunadamente no hay indicio de calvicie. Se pasa por las cejas una barra marrón claro de Valmy, para acentuarlas. Eso lo rejuvenece. Nada en su apariencia queda al azar. Hace pequeños calentamientos, estirando brazos y piernas, ejercicios de vocalización y observa su expresión. Siempre ha pensado que cierta distancia y neutralidad en el rostro da la sensación de que está en posesión de un conocimiento, que los otros no entienden y él no está obligado a compartir.
Cuando finalmente se enfoca en la oración privada, mastica jengibre para despejar las vías respiratorias, disminuir los ataques de tos y aclarar su voz. Antes de revisar por última vez el sermón, recita en latín.
—Confíteor Deo omnipoténti, et vobis, fratres: quia peccávi nimis cogitatióne, verbo, ópere et omissióne. Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa. Ídeo precor beatam Maríam semper Vírginem, omnes Ángelos et Sanctos, et vos, fratres, oráre pro me ad Dóminum Deum nostrum. Amén.
A pocos minutos de iniciar la misa se asoma con disimulo a la nave para estudiar a los presentes. Las aves de paso se han multiplicado, los viernes la gente tiene la oportunidad de cumplir con los novenarios. A pesar de que se está rezando el rosario, los saludos y cuchicheos van y vienen. Las servidoras procuran aquietar la bulla, mover a los rezagados de los últimos bancos a los bancos desocupados de adelante, saben cuanto incomoda al padre Pascual la dispersión.
Allí está la mujer, la ve rodarse un par de bancos para disimular. Viste de negro y está sola. Es guapa, lleva el cabello recogido y pocos accesorios. Es elegante y de alguna forma lejana le recuerda a su madre. Precisa en qué lugar estás sentada. Quiere poner especial atención en ella al momento de la confesión, corroborar su desdén por los movimientos que ayudan a declarar el dolor por nuestras faltas, ¿será incapaz de reconocer con humildad que ha obrado mal? Parece tener manos delgadas como las mías. No es alta, quizá un poco más que yo ¿Acaso ignora que en el texto del Misal Romano se indica que debemos golpear el pecho tres veces?, esto le muestra claramente al sacerdote, como elegido para administrar el perdón, el dolor de haber pecado. Y aunque la oración no equivale a absolución, por intervención se pide a Dios que se apiade del pecador. No parece de las que a la hora de la Paz salga de su banco a abrazarse con otros, moviéndose por toda la iglesia, en contra de la sobriedad sugerida. Un tema para otro sermón ¿Por qué me la recuerda?, la terquedad sin duda, la falta de compromiso con la ceremonia, la opacidad en el regocijo del canto.
Aunque la mujer luce extranjera al sacramento en el que está por participar, desconectada de toda reverencia, el padre Pascual puede leer en la claridad de su mirada que no es ave de paso; revela serenidad, la tranquilidad de reposar en un lugar familiar, se siente a gusto y segura sentada donde está. Es evidente que, sin necesidad de artificios, posee cierta distancia y neutralidad, da la sensación de estar en posesión de un conocimiento que los demás no entienden y no necesita compartir. Como si estuviera libre de resentimientos, de ofensas que le hincaron el pecho, de esa culpa orgánica y plena que él necesita amplificar porque allí anida lo que le estimula.
Sus cavilaciones lo distrajeron, el monaguillo intenta con muecas de llamar su atención. Oye voces en la sacristía y en el pasillo. Distingue la voz de una servidora, atribulada porque el padre José María se resbaló y está inconsciente en el piso. Alguien comenta que una ambulancia viene en camino, mientras los del coro, inocentes del alboroto al otro lado, comienzan a entonar Señor ten piedad. Pascual permanece en control. Un brillo intenso ilumina sus ojos y mientras avanza en procesión de entrada con el evangelio en sus manos, recita mentalmente: Confíteor Deo omnipoténti, et vobis, fratres: quia peccávi nimis cogitatióne, verbo, ópere et omissióne. Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa. Ídeo precor beatam Maríam semper Vírginem, omnes Ángelos et Sanctos, et vos, fratres, oráre pro me ad Dóminum Deum nostrum. Amén.
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