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PINGÜINOS AL SOL

Mil novecientos sesenta y ocho millones, murmura, mientras se saca el antifaz que usa para dormir. Se incorpora lento en la cama, estirando brazos y piernas sin exagerar, los calambres están arropados, pero despiertos. Siente la cabeza embotada. Un día tan prometedor y aquel martilleo asomándose; la migraña le agita el ánimo. Se cepilla los dientes con un zigzag rosa que se desliza desde el bombillo del techo hasta el espejo, le cruza la frente y se estanca en su pupila izquierda. Tengo una migraña ñángara, piensa, y sonríe por el chiste desabrido que intenta recomponer su disposición. Ácido hialurónico, lágrimas artificiales, colágeno y dos brugesic que pasa con agua del chorro. Recapitula parada frente al espejo del baño: No fue un sueño, una voz me susurró la cifra y casi me desvelo sumando los ceros suficientes para entenderla, además, la voz, inconfundible, era la de Winston.

Tiene sentido, su difunto marido se la pasa dejándole mensajes cifrados. Cada vez que alguien lo recuerda y exclama: “El pobre Winston, aun con tanta vida por delante”, ella sonríe levemente con la mueca adecuada de resignación y consuelo, sabiendo que Winston lo que menos hace es descansar. Es el muerto más misterioso y ocupado que conoce.

Winston Jesús Escalona Cifuentes tenía sesenta y nueve años cuando su corazón dijo ya no más. No era un viejo arrugado, por el contrario, era de esa especie de apariencia indefinible, a pesar de haber perdido parte de su abundante cabellera. Lo sepultó hace un año, pero Adela le siente tan presente que está considerando celebrarle los setenta. Se conocieron en el segundo año de la universidad, ambos estudiaban comunicación social en la Central. Ella terminó la carrera, Winston la abandonó para dedicarse a escribir a tiempo completo. Falleció con varios libros publicados, entre poemarios, ensayos, novelas y recopilaciones de sus artículos de opinión. También impartió clases magistrales y seminarios. Fue caudaloso, variado y curioso. Insoportablemente productivo, y, a su juicio, aunque nadie nunca lo sospechase, bastante disperso. Winston fue un acumulador compulsivo de papeles, ideas y libros. El desorden lo consumía de la puerta de su estudio para adentro. Atildado y circunspecto para el resto del mundo, cuando estaba en ese cuarto parecía poseído, se alborotaba, la piel se le electrificaba, hablaba solo y podía pasar más de dos días sin bañarse ni comer, tomando buenas dosis de alcohol. Adela podía dar fe de su disciplina con el yoga o su constancia para leer y escribir. También de cierta condición de su carácter: Winston fue inmamable.

—Y ahora me susurra números al oído —se dijo, entrando en la ducha. Se casaron, y en el tránsito de su marido hacerse un reconocido escritor e intelectual —no pretendía difamarlo, pero la palabra intelectual siempre le pareció impertinente, manoseada, aunque a él le encantaban esas categorías—, ella se graduó y consiguió una columna dominical en una revista, con las exigencias y la flexibilidad perfecta para tener tres hijos, además de algo de independencia económica. Winston no soportaba la idea de convivir con un ama de casa 24/7. Ella tampoco lo deseaba, pero la ambición siempre estuvo de un lado de la ecuación, de los dos miembros Winston fue el de los datos desconocidos e incógnitas, el insistente, el que quiso portadas y reconocimientos, el que hizo cursos de locución para proyectar mejor la voz y tener presencia escénica en sus conferencias o entrevistas. —El chinche fuiste siempre tú.

Le gusta bañarse temprano, comenzar el día perfumada y fresca. Se mira en el espejo —una excentricidad que Winston colocó detrás de la puerta del baño, inmenso, con marco dorado y de cuerpo entero, porque pasaba rato jurungándose y se revisaba el más mínimo pellejo—. Adela envejece como Dios manda —a su marido no le colgaba nada—, a ella no pueden acusarla de pactos con el diablo: gana kilos, arrugas, lunares y pecas seniles. Siempre fue bonita, incluso ahora, a sus cincuenta y nueve, luce guapa. Rellenita, como insistía Winston, pero guapa.

—Por eso te afanabas tanto, mijo. Podías mejorar tu prosa, tu dicción, verte elegante y sereno, pero no podías dejar de ser feo. Siempre fuiste feo, con esa nariz tan abrumadora y la boca como desbordada. Miope incurable, aunque eso te resultó fenomenal en tu look de escritor sesudo y brillante. Te dolía la gente bonita y sencilla.

Y ella siempre tan normal, si acaso una idea gloriosa al año, convertida en cuento infantil, el oficio al que se dedicaba con mayor alegría después de la maternidad. Ambos, le prodigaban muchas satisfacciones.

—Tú considerabas mis cuentos para niños un género menor ¿Mil novecientos sesenta y ocho millones de veces me lo dijiste? Qué broma, me la pusiste difícil esta vez. Explícate, mijo querido, que en vida te aguante muchos misterios, pero muerto, qué pereza, Winston. Burla todo lo que le agobia colando café. A pesar de la glicemia alta y el dolor de cabeza palpitante, se lleva a la boca un cuadrito de chocolate que dejó por la mitad en la despensa. Derrite con la lengua esa promesa dulce y untuosa, lo pega a sus encías y toma un sorbo de café. Mil novecientos sesenta y ocho millones, recita. El resto del café y de chocolate la reconcilian con la cifra, se transfigura y decide buscarle pistas a la millonada, porque es incapaz de sacarse los numeritos de la cabeza. Después de dos años de recados encriptados, estaba acostumbrada a rumiarlos hasta hallarles el ángulo.

Winston comenzó su mensajería de ultratumba el día mismo de su velorio, cuando en medio de la misa de cuerpo presente los asistentes comenzaron a estornudar y no pararon hasta que ella entendió que el malestar era de Winston, por las gardenias, y mandó a sacarlas todas, para alivio del muerto y la concurrencia. Continuó cuando, a semanas de fallecido, a ella se le ocurrió cambiar la posición de la cama —algo que Adela le rogó insistentemente desde que una tarde él decidió ponerla bajo la ventana, en un ángulo que dejaba la habitación con la sensación de tener los muebles atravesados. Desistió con el tiempo, pero nunca se acostumbró—. Se dio gusto de viuda, colocando la cama frente a la ventana, y desde ese día un insomnio voraz la consumió por casi dos meses. Los desvelos se disiparon cuando la cama volvió a su lugar de siempre. Pretendió retomar viejos y casi olvidados placeres, como prepararse una coliflor al gratén, algo sencillo que solía hacer su madre y que tanto le disgustaba a Winston porque lo llenaba de gases. Lo sirvió un domingo para almorzar con sus hermanas, pero las tres terminaron con una indigestión severa y una colitis como consecuencia.

Con lo del estudio el asunto fue tan evidente que incluso los hijos le concedieron la duda de la comunicación post mortem; no era poca cosa lo ocurrido. La limpieza y organización de aquel espacio, casi místico para Winston, dejó un herido y un muerto. Desde el primer día que entró al despacho comenzaron a sucederse accidentes inexplicables: una estantería de madera sólida, que llevaba no menos de 20 años ubicada y asegurada en el mismo sitio, se vino abajo, cayendo sobre la delgada humanidad de Evaristo, bueno para todo oficio en la casa. Lo llevaron de carrera a la clínica y a pesar de la pronta asistencia, como consecuencia de la fractura en su pierna, el pobre quedó renqueando y al sol de hoy sigue desbalanceado. Urgida por su necesidad de acomodo, el hijo menor de Adela y Winston, el único que aún vivía en la casa y no podía escabullirse de la insistencia, se sumó a la tarea moviendo unas cajas, a las pocas horas sufrió un ataque de asma, producto del polvo acumulado. Y con todo eso, Adela no claudicó hasta que recibió el mensaje final una noche, las horas favoritas de Winston para joder. Sintió que la jamaqueaban en la cama y luego del susto inicial, porque pensó que estaba temblando, experimentó la urgencia de bajar a la planta principal, en aparente silencio y calma. Se dejó guiar por la intuición y se fue directo al despacho. La puerta entreabierta la invito a pasar y allí encontró acurrucado, junto al escritorio de su difunto marido, a Rex, su perro salchicha que por catorce años le brindó la más amorosa y amable compañía. Gritó desesperada y se le desencadenó un llanto profundo. A las 6 am lo sacaron envuelto en una manta beige. Su duelo más hondo.

Entonces sí, cerró la puerta con llave y prohibió la entrada en aquel cuarto, atreviéndose solo a sacar un par de libros que Winston le compró antes de morir y ella se empeñaba en no leer.

Compartió la cifra con su hermana Maricarmen mientras almorzaban.

—1.968.000.000, mana, tantos ceros me producen angustia.

—Dinero no es, puedo asegurarlo. Winston ganó en vida lo suficiente para vivir con holgura, pero ahorros millonarios no hubo nunca.

—Y tú llevabas las cuentas, y completaste las finanzas familiares, con la columna y tus libros. Gracias a ti hubo viajes o pequeños lujos de los que pudieron disfrutar. Maricarmen llevó brookies para merendar y con ese extra de chocolate y azúcar espolvoreados en su ser, se sintió confundida y desconfiada de las razones de Winston para susurrarle semejante acertijo.

—Mana, yo no creo que sean mensajes, serán divagaciones de tu subconsciente, pendejadas de la edad, eso si te lo acepto.

—Te repito, me la recitó al oído. Fue Winston.

Maricarmen no insiste. Piensa en lo activa que solía ser Adela, en lo bien que se mantiene a pesar de repetirse que está pasada de kilos. Sufre los achaques propios de su edad, las necedades de una menopausia prolongada, ¿el síndrome del nido vacío? Lo de Winston ya no es normal. Maricarmen cree que mantiene vivo el recuerdo del marido mediante esas supuestas señales. Para el resto eso puede pasar como nostalgia de viuda, pero ella conoce bien a su hermana y su historia. Adela no logra deslastrarse de la influencia de Winston, que tanto la jorobó en vida con su carácter extenuante y absorbente, capaz de hacerle perder la paciencia al mismísimo Buda. De un tiempo para acá sale poco de casa, dejó de escribir y está floja para leer. Hasta la dieta la cambió, prohibiéndose todo lo que el difunto le reprochaba, empeñado en verla delgada. Ya lo ha conversado con Rosario, quizá sea hora de hablarlo con los muchachos.

El día le parece largo, cansón, con la fulana cantidad brincando en su cabeza. Decide enfrentarse de nuevo al Theodoros de Cărtărescu ¿Mil novecientos sesenta y ocho millones de días intentando inútilmente leer este libro?, se recrimina —Valaquia y Abisinia resbalan a un costado del sillón—. La semana que viene cumpliré sesenta años, piensa, y algo se congela en su cabeza; una frase se abre paso entre el hielo: Pingüinos al sol. Se levanta y va a un mueble cercano, una estantería de unos cinco tramos que mandó a colocar Winston en el cuarto para que ella tuviera a mano los libros que le recomendaba leer con prioridad. Busca uno en particular, el último que le sugirió antes de fallecer, y que ella se negaba a abrir con rebeldía infantil: “Adita niña caprichosa”, le parece escuchar. La portada es verde brillante. Lo abre y descubre con sorpresa una dedicatoria en letra menuda en el borde superior de la página donde comienza el primer capítulo: “Para Adita, tic tac, tic tac”. Un gesto indefinible se dibuja en su rostro. Suspira. Comienza a leer: “El corazón es una maquinaria perfecta que late 100.000 veces diarias, 35 millones de veces al año. Esto, a lo largo de una vida promedio de unos ochenta años, suma 2.500 millones de latidos. El corazón de la mujer que amo latirá mil novecientos sesenta y ocho millones veces. Me lo dijo al oído un pingüino tendido al sol”.

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