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EL ÚLTIMO TICKET DEL METRO DE CARACAS

A Rodolfo Táriba, otro exiliado más.

Levántate, que vas a llegar tarde otra vez —le dice su madre.

Y piensa por primera vez en mediar entre ambos, se asombra de este pensamiento y lo anega trayéndole el café a la cama. Sube las persianas, recoge el pantalón tirado en el piso y ordena un poco el cuarto. Anselmo se levanta, saluda a su madre y piensa por primera vez en la reconciliación. Evalúa los resultados, la distancia ha trastocado sus hábitos, acabado con sus nervios, bebe todos los días y no hace absolutamente nada. La “certeza del divorcio” se acaba, su madre mueve sus cosas, cambia de lugar sus objetos y se desespera.

—¿Cómo la “certeza del divorcio”? —pregunta Mario—, al punto que le sirve otra cerveza y limpia la barra. Se sonríe Anselmo, atrapa una mosca con la mirada, la fija en el bodegón —que cuelga de la pared—, justo donde las uvas armonizan con las manzanas.

—Todo permanece en su lugar Mario —le dice Anselmo—, el cortaúñas, el encendedor, la corbata de bacterias, absolutamente todo.

—Ah —dice Mario y se aleja.

Observa las parejas y sus ciclos amorosos. Entonces, se imagina con la carajita de la mesa doce, comiendo camarones al ajillo. Usurpa posiciones, habla de países europeos, de museos, de libros, le sonríe la carajita, viaja con ella —se sonríe Anselmo Espinoza— Se sorprende el vecino de la barra, porque de la nada lo encuentra con una sonrisa de oreja a oreja, lo mira extrañado, como se mira a alguien que entra en un local con un turbante. Relega la estúpida sonrisa y disimula.

—Mario, tráeme una vaina pa picar.

No señor, déjalo que sufra —le dice Yusmary—. Mabel se muerde las uñas, mira el aire acondicionado dañado, el polvo de meses en el gabinete de cocina y su falta de esmero en arreglarse un poco. Todo quedó suspendido en el tiempo, los gritos, los reclamos, en fin la tarde del siete de Agosto y el portazo final junto con las miradas escrutadoras de los vecinos.

—¿Tú crees Yusmi?

—Dura mamita, dura, si no te va tener de coleto.

Yusmary le ordena la vida a Mabel, le hace un mapa emocional, le indica lo que debe sentir, lo que debe pensar, la consuela y le habla del tiempo. Mabel se molesta de que no exista el olvido, vomita un arroz con pollo, pero no a Anselmo Espinoza, que permanece con los días y las horas. Entra a la oficina, se corre el rumor, todos los hombres le sonríen, la invitan a salir. —Mabel dice que no—. Yusmary, en cambio le dice —Pareces tonta.

—¿Qué vaina es ésta?

—Riñones —le dice Mario.

Come casquería; hígado, corazón, bofe, riñones. Engulle y bebe. Habla de lo mismo… ¡Que bodegón tan bien pintado! Se mueve la mosca, hace círculos y se posa nuevamente, esta vez en la jarra de plata y con su presencia transforma al insípido bodegón en un óleo de Archimboldo.

—¿Quién lo pintó, Mario?

Se sonríe Mario y por enésima vez le dice, un tal Vitaliano Rossi.

—Una maravilla, parecen de verdad —Umjú— asiente su vecino en la barra.

Se desvanece Anselmo, todo le parece una mierda, no tiene nuevas emociones, mira a sus alumnas con su inútil sexo suspendido, pero no logra nada, muy ajada la camisa, el maletín de cuero muy viejo, no tiene celular y siempre anda en carritos de Bella Vista. Recuerda a Mabel en la cocina, preparándole un róbalo en Semana Santa, se le pierde la mirada entre las botellas dispuestas de la barra, hace bolitas de papel con la servilleta y se maravilla de que siempre esté pensando en Mabel. Todas sus conversaciones con sus alumnas terminan en una insinuación sexual.

—Ay profe… ¿Qué es una vocal postónica? —le pregunta Lorna.

No dice nada, la mira y piensa. Vocal postónica es ese acento desmesurado que produce tu celular en el bolsillo de atrás de tu pantalón. Se entristece Anselmo, se contiene y chasquea sus encías y piensa otra vez, ¿será por eso que tus nalgas son tan hablachentas?

—Siga buscando, mija. —le dice.

Se marcha Lorna, la mira Anselmo hasta que desaparece por el resquicio de la puerta. Mabel dispone la mesa y se sientan a comer. Todo es Mabel, la disposición de las servilletas, las medias en la gaveta, la ropa planchada, el cepillo de dientes en el vaso. Cuesta acostumbrarse a los cambios, se comienza a vivir otra vida, pero siempre se vuelve a la anterior. La disposición de un objeto o una canción le traen el recuerdo y con ella la idea de volver.

—¿Se va ya, doctor? —le dice don Cristóbal a su vecino de barra.

—Sí, porque si no la tigra se impacienta —le dice el doctor.

Se sonríe Anselmo y se queda solo en la barra. Saca su bolígrafo, escribe garabatos en la servilleta.

—¿Otra, profesor?

Asiente Anselmo. Le pregunta a Mario por sus hijos. Éste se los muestra en unas fotos que tiene en el llavero.

—Esta es la hembrita y éste el varón.

Se complace del orgullo de padre, orgullo que todavía él no experimenta. Imagina a Mabel preñada, lo da por hecho, se sabe seguro de ello. Socava la soledad los acantilados de su orgullo, se desvanece en un trago de cerveza que apura, al momento que se imagina contándole un chiste graciosísimo a la carajita de la mesa doce. Saca la lengua y arrastra la espuma de su cerveza atorada en sus bigotes y con ella se trae a Mabel que está retirando la mesa. La agarra por la cintura, le muerde los hombros, sube por su cuello, brilla la saliva en su cuello, se resiste Mabel —aquí no— la desviste, la posee en la sala, brillan los ojos de Mabel y sus labios crecen.

—¿Qué cuenta, profesor? —interrumpe don Cristóbal.

—En esta esquina... —se zafa Anselmo.

Piensa en su hijo y se preocupa la señora Candelaria. No lo siente seguro de lo que va a hacer, lo prefiere con Mabel, pero lo deja que él decida y espera que no se equivoque. Se venga Yusmary, ¡Que se joda! ¡Cómo se le ocurrió a ese carajo no venir a mi cumpleaños! Los invita Yusmary y a todo se niega Anselmo. El bautizo de su sobrinito, las bodas de oro de sus padres. Se resiente Yusmary. ¡Mabel, déjalo que sufra un poco! —le dice— Le recoge un poco el pelo a su amiga, la consuela. Anselmo cae en la trampa de la mejor amiga, aún no se da cuenta. ¿Cómo se atreve a despreciarme así? —piensa Yusmary—. Todo es una celada, Anselmo. Si vas a sus ceremonias y fiestas, te jodes porque la pasas mal y si no vas es peor, porque te fichan. Hay que ceder a todo, a todo decirle que sí, sino te fichan, te etiquetan y te dicen, patán, mala gente, difícil, ermitaño. ¡Pobre Mabel, la debe pasar muy mal! Es el veredicto final de la fama. ¡Es que Anselmo no es ninguna papayita! La mala fama repta por el obelisco de la Plaza de la República y con sus cien lenguas proclama la inquina pública. No comprende Anselmo porque ahora la gente le rehuye, ya los vecinos no le sonríen como antes, la endógena mirada lo aparta y lo excluye. Es un animalito en una mesa de disección, lo abren, lo clasifican y vuela la fama, esta vez hacia Veritas, calle 88, casa 103-4. Apenas lo puede creer Candelaria, hace remilgos, se plisa la falda. ¡Me extraña, porque Anselmo no es así! Se defiende la señora Candelaria, cierra la puerta y se recoge temprano.

Juega en la barra con el amarillo ticket del Metro de Caracas, se ríe, se arrellana en la barra, toma ímpetus y grita: ¡Esto no es una ciudad! Señala el ticket, ¡Esto sí, esto sí es una ciudad!

—Ya está borracho otra vez —le dice don Cristóbal a Mario.

Mario se sonríe y lo deja hacer. Siempre es lo mismo, después de unas cuantas cervezas saca de su cartera el ticket del Metro, juega con él, habla con él, se comunica con él y se ríe con él. ¿Por qué conservará ese ticket del Metro? —se pregunta Mario— En sus ojos brilla la idea de marcharse, de dejar todo atrás, pero no tiene fuerzas, empezar otra vez, los amigos del dominó, los amigos del Ateneo, la familia paterna, y el habla materna, en fin el desarraigo lo invade nuevamente y se conforma entonces con las aceras sin asfalto, donde corre la tierra amarilla y se levanta una nube de polvo, vestigios de pasadas fundaciones, las de Pacheco y Maldonado.

—¿Por qué es que esto no termina de ser una ciudad, coño? —grita Anselmo.

Todos voltean a mirarlo y se sonríe Anselmo con cada una de las miradas, inclusive con la de la carajita de la mesa doce. Se da cuenta al momento, que sus conductas ya no son normales, como la última que adquirió entre Delicias y Bella Vista. Cada vez que cruza esta esquina de la ciudad lo hace sacando el ticket del Metro de Caracas, contraponiendo al bárbaro polvo amarillo, el amarillo de la civilización. Una vez traspuesta la ferocidad, vuelve a guardar el ticket en su cartera de cuero. ¿Qué lo mantiene aquí todavía? Aún no lo sabe, pero presiente que es la variedad dialectal, esa con la cual le dice Mabel ¡vai papivení!

Entonces todo tiene sentido, sentido la ferocidad, sentido la banalidad, sentido los chistes grotescos, sentido la unánime gordura de todos. ¡Vai papi vení! con su cantaíto es capaz de justificar el desastre de un desayuno con Coca-Cola fría a las siete de la mañana. ¡Vai papi vení! destruye la incomprensión, destruye el deseo de ser otro y por último destruye el deseo de marcharse. ¿Por qué permanezco aquí todavía? —se pregunta Anselmo— al punto que le da vueltas entre sus dedos al ticket del Metro de Caracas. Mario lo observa extrañado, ya que no comprende para nada la actitud de Anselmo Espinoza.

Anselmo piensa en Mabel y crece el sentimiento de reconciliación, en su vivir Mabel lo ha despojado de lo que es, se da cuenta de que nada es sin su presencia, es en tanto que Mabel lo despierta, en tanto que Mabel le pregunta, vai cómo te fue, en tanto que Mabel dobla las medias y las hace un ovillo. Observa Anselmo los ovillos de diferentes colores en la gaveta, cada uno para cada día de la semana. Se desespera Anselmo, se bebe su cerveza y la bolita de servilleta que ha hecho se la lanza a la mosca que caga el bodegón de Vitaliano. Pide la cuenta.

—Hoy no te voy a dejar propina Mario —le dice— y le entrega el ticket del Metro de Caracas.

—¿Cómo así? —le espeta Mario.

Aquí tienes el único salvoconducto que te puede permitir vivir en esta ciudad sin dolor, cuando no entiendas nada, sácalo y verás como todo se aclara.—le dice Anselmo— y se marcha. Don Cristóbal, que ha estado viendo la escena le dice desde su variedad dialectal—¿Qué fue Mario?— Mario mira el ticket, se lo muestra a don Cristóbal y le dice también desde su variedad.

—El profe ta loco pa la verga.

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