://
Publicado

LIBRE CAÍDA

Para María Dolores Ara

La sangre fría crea una laguna en la calle. En ella se ve el reflejo de las nubes pasar de oeste a este, no hace falta ver al cielo para saber que es un amanecer oscuro. La gente contempla el cuerpo boca abajo; se cubren las bocas mientras los ojos surcan la laguna como pequeños navíos espantados.

El universo se ha detenido por menos de un segundo. La sangre comienza a entibiarse, vuelve a la temperatura vital. Los espectadores bajan sus manos, con el mismo apuro y los mismos gestos caminan en reversa, alejándose del cuerpo. Las nubes, reflejadas en la laguna, van de este a oeste.

La sangre se encauza. El afluente de la laguna retorna al cuerpo, un río que anhela las venas que ha recorrido. Un gran charco se reduce a un pequeño hilo. No se pierde ni una gota, todo ingresa y comienza a fluir. Las heridas se cierran, atentando contra el tiempo y las consecuencias.

El cuerpo inerte sigue en el piso, el rostro es irreconocible. La sangre, acariciando las mejillas, se interna por la nariz, boca y ojos. La laguna a su alrededor ha desaparecido. Las manos vibran con pequeños espasmos que dan evidencia de vida. El último aliento está en él. Se eleva en el aire, todo él está sano. Las manchas se desvanecen del suelo. Las personas que lo contemplan están lejos, inclinan sus rostros hacia arriba. Sus caras pasan del atroz final a la fugaz expectativa que crea un cuerpo al caer.

Sus ojos están cerrados. Sigue elevándose, algo tan natural como la gravedad parece alzarlo. Revive los movimientos que hizo al caer. Las nubes siguen al oeste. Cubre su rostro con ambos brazos. Los movimientos se van haciendo más rápidos y descontrolados.

Abre su boca, el grito comienza desde el final, se acalla mientras gana altitud. Es ronco y asustado. Su cabello sigue inclinado hacia atrás al igual que las telas de su camisa y pantalones, afectadas por la ráfaga que provoca el vacío. Él sigue subiendo de espaldas. Hay policías alejándose de la puerta de su edificio internándose en sus vehículos. Las patrullas retroceden, sus conductores están viendo hacia adelante. Ellos se encuentran allí por él.

Su desolación se observa mientras asciende. Las nubes han dejado de cubrir el cielo. Al momento en que se acerca a la ventana de donde saltó, su cara se vuelve más serena y decidida.

Se comienza a ver los trozos de vidrio que suben a su lado. Van reagrupándose como una implosión estelar de pequeños cristales. Su cuerpo se inclina hacia atrás recreando el ángulo de caída. Sus brazos y manos regresan a proteger su rostro. Vuelve a apoyar la punta del pie que utilizó para dar el salto, luego el arco, hasta que el talón toca el piso del apartamento. La otra pierna va hacia atrás, se aleja del borde. La ventana ya no está rota. A través de ella se ve el sol con sus rayos más tenues que antes, los únicos testigos del crimen.

Corre de espaldas. Sus brazos y piernas muestran lo perturbador de tal movimiento. Cruza en uno de los pasillos hasta el estudio. Las fotos, colgadas en las paredes, se escurren en las esquinas de sus ojos. Se sienta frente al escritorio y sus manos se unen sobre su cabeza en un gesto de reflexión, su vista se torna al techo, donde el ventilador gira.

Se mantiene sentado en esa posición unos minutos. Baja la mirada a una hoja de papel. Queda contemplándola, la levanta y acerca a su rostro. Sigue las letras de derecha a izquierda, desde su final al inicio. La apoya en el escritorio, levanta un lápiz y desescribe lo siguiente: …otnat abama al oy ˛otneis oL.

Detiene el correr de las letras. Se recuesta en la silla y mira sobre su hombro a través del pasillo, ve el sol ocultarse, el amanecer invertido. Al fondo, dentro del cuarto, entre la oscuridad y el frío de la madrugada, yace una mano sin vida de mujer que comienza a moverse.

Reacciona

Guarda lo que lees y lo que te gusta para construir tu biblioteca y recibir mejores recomendaciones.

También en portada: