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LOS PELIGROS DE DEJAR LA COCACOLA

En alguna parte, pero en dónde, no lo recuerdo, escribí la historia de mi adicción. Hoy me apetece relatar mis disparatados e infructuosos esfuerzos por desintoxicarme. Cuando se tienen 59 años y un sobrepeso considerable es evidente, no necesito la opinión de un especialista, que la ingesta continuada e impetuosa de Coca-Cola está contraindicada. A lo largo de mi vida adulta, en dos ocasiones, ambas durante un mes exacto, dejé el vil líquido. Ambos períodos de abstinencia se iniciaron tras una decisión repentina e irreductible que me dejó más sorprendido a mi que a nadie. En ambas ocasiones fracasé, también, de manera repentina e irreductible. Eso no le sorprendió a nadie y menos a mí.

En esta ocasión, en cambio, ha sido una decisión muy meditada. Luego del profundo análisis de mis circunstancias, después de sesudas reflexiones sobre mi carácter, llegué a la conclusión de que el origen de mi adicción se encuentra en la ansiedad. Con este, digámoslo exageradamente, hallazgo me ahorré la factura del psicólogo y di el primer paso en el sendero de mi curación. De seguidas me pregunté: ¿De dónde proviene, ¿qué origina, la ansiedad, ese animal rastrero que entierra sus garras en la garganta hasta dejarte sin aire? No tuve que pensarlo mucho. Era evidente que mis largas temporadas de ocio, el encierro en un apartamento de 70 metros cuadrados y el hecho incontestable de encontrarme en un lugar en el que no quiero estar son los causantes de mi mal. Esto último lo digo en un susurro para evitar que mi amadísima pero entrépita Rosa Inés meta sus manos en mi sancocho con sus sensatas opiniones y termine por tildarme, como siempre, de exagerado. Y no le faltaría razón. Pero es que yo vivo con y de mis exageraciones. Y no por ser exageraciones son menos reales.

En fin, descubierto el origen y las causas de mi mal, el siguiente paso era aplicar un tratamiento. Necesitaba conseguirme una actividad que me sacara de casa y que fuese lo suficientemente frugal para que pudiera costearla. Y como todo el mundo sabe no hay nada más económico que caminar. Basta con zapatos y ropa cómoda, una botella con agua, alguna tontería para llevarse a la boca cuando el estómago regurgitara, todo metido en una pequeña mochilita y a la calle.

Me despedí de Rosa Inés como si me fuese a conquistar el Polo Norte y salí a la calle. Rosa Inés, hay que decirlo, tenía pocas esperanzas en el éxito de esta aventura mía. No le faltaba razón, como se verá más adelante.

Me detuve frente al portal del edificio. Mire a un lado y al otro de la calle. Con las prisas y la euforia había olvidado lo importante. Caminar, sí. Pero, ¿hacia dónde? ¿Qué dirección tomar? ¿Era necesario tener un destino o bastaba con deambular? Admito que las dudas me tomaron por sorpresa y sufrí su súbito desánimo. Estuve tentado a dar media vuelta y meterme en casa y olvidarme de este plan que de pronto me pareció descabellado. Pero eso significaba enfrentarme a una amadísima pero victoriosa Rosa Inés, a sus puyas, a sus te lo dije, Jordi, a su sonrisa condescendiente, etc., etc., etc. Eso sí que no. Primero muerto. Atajé y me deshice de mi ansiedad con tres largas inspiraciones con sus consiguientes expiraciones y me puse en marcha.

Por pura costumbre, sin pensarlo, me dirigí hacia el pueblo. Crucé el puente sobre las vías del tren, bajé las escaleras en cuyos escalones de madera suelta y podrida algún día, estoy convencido, sufriré un accidente, crucé el miserable parquecito infantil en el que unos niños, ingenuos desde luego, se divertían, etc. No se trata tampoco de describir cada paso que doy. Sí diré que mis pasos me dirigieron (porque eran ellos y no yo quienes llevaban la batuta) a la Biblioteca Municipal. Era lógico. No podía ser de otra manera. Entré, por supuesto. Hojear unos cuantos libros no impediría que siguiera adelante con mi propósito de alejarme de la Coca-Cola, todo lo contrario, hundirme en las páginas, perderme en los mundos infinitos encerrados en ese pequeño artefacto llamado libro podría servir como antídoto contra la ansiedad que me impulsa a beber el vil líquido.

Cogí El Quijote, la versión en español moderno de Andrés Trapiello y me senté en uno de los sillones que frente al ventanal permitían ver las evoluciones de las núbiles patinadoras artísticas que solían entrenar allí, una suerte de anfiteatro rectangular con gradas de un solo lado. Pronto me olvidé del delgaducho hidalgo y me quedé mirando con cara de bobo los gráciles movimientos de aquellas muchachitas Cuando volví de mis ensoñaciones, no por motu propio, sino, más bien, bajo el llamado de unos persistentes y secos toquecitos sobre mi hombro, me encontré rodeado de Mossos de Escuadra. Con la policía hemos topado, me dije acariciando el lomo plastificado del Quijote. Al parecer a alguien le había parecido que cara de bobo no tenía yo mientras veía a las deliciosas muchachas en flor. Muy por el contrario, esa persona había percibido allí algo turbio y lujurioso. Confieso que esa persona no le faltaba razón. En mi defensa diré que eran solo ensoñaciones y que no le hacían daño a nadie salvo a mí mismo. Ahora bien, si algo he aprendido yo en esta vida es que es una absoluta pérdida de tiempo razonar con la policía. Mejor negarlo todo. Y es lo que hice. Dije que a pesar de que mis ojos estaban puestos en aquellas bellas flores abiertas a la primavera (la metáfora la guardé para mí), mi mirada estaba muy lejos de ellas. Expliqué que mi mirada vagaba por las áridas tierra de Castilla y la Mancha tras las huellas del enjuto Quijano, de su fiel y rechoncho escudero, Sancho Panza y de la bella e inasible Dulcinea del Toboso y si en ella, en mi mirada, había alguna emoción, no era la lascivia ni el deseo carnal, sino la excitación de una aventura del intelecto puesto que me proponía escribir un largo ensayo sobre el mítico libro de Miguel de Cervantes y Saavedra. Dicho esto, les mostré la prueba irrefutable que sostenía mi defensa, el grueso tomo de las aventuras del hidalgo chiflado. No sé si me creyeron o no. Sus caras eran de piedra. Mi denunciante no se veía por ningún lado o se hacía el loco. Lo cierto es que tras unos minutos de deliberaciones me dejaron ir en santa paz, no sin antes amonestarme, que si no no serían policías, diciéndome que cuidara yo en dónde ponía los ojos. Patitas pa qué te tengo, me dije y puse pies en polvorosa, me esfumé, hice mutis por el foro, llevando conmigo, como lanza en ristre, al Quijote.

Me alejé de mi querida biblioteca un poco avergonzado, lo confieso. Pero no demasiado. No hay que exagerar. Caminé en dirección a la Sierra de Collserola. Se me había metido en la cabeza, sin venir a cuento, llegar a Barcelona a través de la montaña. Método infalible, pensé, para mantenerme alejado de la vil Coca-Cola. Método sublime este de adentrarme en el bosque, fundirme con la madre tierra, topar con jabalíes y demás bestezuelas, beber agua de los riachuelos cristalinos, comer alguna frutilla silvestre y de paso quemar calorías y grasas. Ah la naturaleza, santo remedio para todos los males, los del cuerpo y los del alma, fuente de sabiduría, refugio contra los embates del progreso y su muletilla el consumo. Me adentro pues en el fragor callado, meditabundo, de la montaña.

Pero no, aún no llego. Mejor no adelantarme porque sucede que antes me encuentro con los Ultrillo, mis vecinos. Madre, padre, niño y niña, regordetes, bamboleantes, felices. La madre se ha puesto, de pronto, muy vieja, aún más flácida. Me obsequia una sonrisa que necesita de bastones para llegar hasta mí. Vamos a la feria, dice con su voz aflautada y juvenil. ¡Qué rara es! ¿Nos acompaña? La pregunta es como una orden. Veo ante mí desmoronarse el proyecto que me he impuesto… Pero, ¡alto! ¿Qué estoy haciendo? Pierdo el hilo. No es así como quiero contar una historia. Foco querido Jordi. ¡A lo concreto!, como pedía mi admirado Destouches. Siempre hacía adelante. Sin detenerme jamás. Una línea en fuga continua. Así que respondo con un rotundo no al dulce autoritarismo de Madame Ultrillo y sigo mi camino sin mirar atrás, sin preocuparme del efecto que mi negativa haya podido causar al núcleo familiar de los Ultrillo.

Pero hete aquí que no logro alejarme demasiado de la familia Ultrillo y sus digresiones. Unos diez pasos más adelante una niña me obstruye el camino. El pequeño monstruo no debe tener más de ocho años. Espigada como un junco, nariz ganchuda, ojos inmensos, dientes prominentes, más bien alta para su edad, flexible e imbatible ante la adversidad, los brazos en jarro, firmes los puños en las caderas, el ceño fruncido, cara de pocos amigos, en general presta para la lucha. Trato de desbordarla por mi izquierda, ella se planta a su derecha. Trato de desbordarla por mi derecha, ella se planta a su izquierda. No hay manera de franquear sus defensas. La situación es absurda y yo empiezo a sentir vergüenza. La gente que pasa empieza a vernos con curiosidad. Por suerte no se detienen… aún. ¿Qué quiere de mi este pequeño engendro infantil? ¡Quiero un helado!, responde el engendro como si hubiese leído mi mente. Tiene una voz chillona, de un agudo atroz. Su voz, la palabra helado, sus letras erizadas y filosas se clavan en mis oídos, muy adentro. Se quedan vibrando allí dolorosamente. ¡Quiero un helado!, repite. ¡Un helado!, ¡un helado!, ¡un helado!, insiste la mocosa histérica al tiempo que golpea las baldosas de la acera con la planta de su pie derecho. La gente, los pacíficos transeúntes que circulan por la avenida Cataluña comienzan a detenerse a nuestro alrededor. Quiero imaginar, en ese momento, que yo no estoy allí, que estoy, por ejemplo, ascendiendo ya los sinuosos senderos de Collserola, rodeado de la susurrante naturaleza que me envuelve con su manto protector, alejado del mundanal ruido y sus histéricas muchachadas. Pero el chillón taladro de la palabra helado, repetida incansablemente por la pequeña diablilla, taladra mi cerebro, me deja clavado allí en donde estoy y me hace muy consciente de la angustiosa situación en la que me encuentro y en la que se van involucrando más y más personas. Me salva una circunstancia: los curiosos congregados a nuestro alrededor creen estar presenciando los típicos berrinches de una hija malcriada frente a un padre inepto. Aprovechando la breve confusión agarro a la niña de la mano, cruzo con ella la calle y la llevo hasta La Jiconenca, la heladería que está a unos pasos de la biblioteca.

La cola es larga, avanza con lentitud, pero con ritmo. La bomba infantil que me acompaña parece desactivada. Se mantiene en un mutismo hermético con los brazos cruzados sobre el pecho, preparada para explotar a la mínima desavenencia. Yo ni me muevo, a prudente distancia de ese peligro de hormonas malignas, un poco fuera de la cola. Observo la vida normal que de desarrolla a mi alrededor, esa vida normal que parece que yo insisto en negarme a mí mismo una y otra vez. A lo lejos veo una viejecita. Mis alarmas se activan. La viejecita se acerca. Le veo las intenciones. La soledad incita esas aproximaciones. No podía faltar. La buena suerte no dura. Efectivamente, llega hasta nosotros dando pasitos cortos, encorvada. Despide un olor agrio que tira para atrás. El monstruo se tapa la nariz. Yo le doy un manotazo, ella me devuelve una patada en la canilla. Qué preciosidad de niña, dice la viejecita regando con saliva el suelo frente a nosotros. Yo le echo un vistazo a la “niña”. Evidentemente la viejecita también es ciega. ¿Qué edad tiene?, pregunta la viejecita. Ocho años, respondo sin pensar. Tengo nueve, responde el engendro infantil y me da otra patada en la canilla. Ay, pero que maleducada es esta niñita, dice la viejecita con tono dulce. Mal educada usted, vieja bruja, dice el demonio de Tasmania. Yo opto por no hacer ningún movimiento, mantener la boca cerrada y mirar hacia otro lado, En fin, opto por hacerme el loco. La viejecita, por su parte, huye despavorida con sus pasitos cortos, más encorvada que antes, seguramente a la búsqueda de mejores sitios en donde mitigar su soledad. En la cola para comprar el helado esta interacción generacional ha causado cierto malestar y todas las miradas reprobatorias se dirigen hacia el falso padre, o sea yo. Por suerte (algo de suerte he de tener yo en esta historia) la cola, de pronto, avanza a buen paso y en un tris tras le estoy comprando el helado a la mefistofélica niñita. La cabrona enana me arranca el helado de las manos, le da tres lengüetazos furiosos, da media vuelta y se aleja. Pronto la pierdo de vista y yo respiro aliviado.

Son dos euros con cincuenta, oigo a mis espaldas. Me doy la vuelta y me estampo contra la cara malhumorada de la empleada detrás del mostrador. La miro con cara de no entender nada. En vista de que no respondo, en vista que sigo con mi cara de bobo, con mirada de no entender, la empleada repite: El helado, son dos euros con cincuenta. Por puro automatismo hurgo en los bolsillos de los pantalones, aunque sé que no llevo un centavo encima, ni cartera, ni documentos. No había pensado en el dinero cuando organicé mi apresurada expedición de desintoxicación. La verdad es que, empiezo a responder, pero la empleada me interrumpe: ¿La niña es su hija?, dice. ¿Cuál niña?, estuve a punto de decir, pero el instinto de supervivencia, en mi caso en óptimas condiciones competitivas debido a las continuas practicas a las que lo someto, me mantiene la boca bien cerrada. Mire, señor, dice la empleada. ¿Me va a pagar o llamo a la policía? La pregunta luce como una amenaza. Entonces, reacciono. Levanto la mano y digo: “Un momentico”. Con la otra mano agarro el teléfono y llamo a Rosa Inés. Sí, no queda más remedio. He de tragarme mi orgullo, humillarme y con esa llamada de auxilio desvelar el rotundo fracaso de mis aspiraciones.

La de problemas que me ha dado mi propósito de alejarme de la Coca-Cola, pienso cuando vamos de regreso a casa. Voy sorbiendo una barquilla de chocolate que me compró mi amorosa y siempre comprensiva Rosa Inés, quien, además, me lleva de la mano como la madre que previene nuevas aventuras del hijo atolondrado. Caminamos despacio y en silencio. No es necesario hablar. Nos entendemos sin palabras. Ella está aquí para cuidarme y yo seguiré haciendo tonterías para que ella me cuide. Luego de cruzar el parquecito infantil, subir las escaleras de madera podrida y suelta, cruzar el puente sobre las vías del tren, y enfilando ya hacia el edificio en el que vivimos, le pregunto a mi venerada Rosa Inés: ¿Queda Coca-Cola?

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